_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El emperador se tranquiliza

Supongo que todo el mundo ha oído hablar del "nuevo traje del emperador". Por si queda alguien que no, ofrezco una versión, ligeramente modificada, de la fábula:Un emperador quiso comprobar hasta qué punto sus súbditos confiaban en su palabra y encargó a una importante firma de relaciones públicas que hiciera una encuesta. Uno de los expertos de la firma sugirió el siguiente experimento: el emperador anunciaría que se iba a dirigir a sus súbditos desde el balcón del palacio imperial vistiendo un nuevo traje que nadie le había visto hasta entonces, un traje espléndido, con muchos brocados y diamantes, y que iba a preguntarles qué les parecía ese nuevo traje, pero que en verdad iba a pronunciar su discurso desnudo. Una vez terminado el discurso, se repartirían cuestionarios a toda la población y se confeccionaría una estadística a base de las respuestas.

El resultado fue que, con muy escasas excepciones, los súbditos del emperador se deshicieron en elogios acerca de sus nuevas vestiduras. Algunos las describieron minuciosamente; otros, con menos precisión. Pero casi todos estuvieron de acuerdo en que eran magníficas, y hasta -como escribió uno de los súbditos- "realzaban como correspondía la eminente personalidad y la indiscutible autoridad del emperador".

En suma: aunque el emperador iba desnudo, la mayor parte de los súbditos cayó rendida de admiración ante sus nuevas vestiduras. El emperador estuvo muy satisfecho de los resultados, pero quedó algo intrigado y quiso saber el porqué de los mismos. Otro experto de la importante firma de relaciones públicas se encargó de la respuesta.

He aquí un resumen de la misma:

Muchos respondieron de un modo positivo, y hasta con entusiasmo, a la pregunta "qué opina usted del nuevo traje del emperador?", simplemente porque no habían estado allí en el momento de su aparición. No lo habían visto con sus propios ojos y tuvieron que fiarse de testimonio ajeno. Pero si fulano de tal, que sí estuvo presente, afirmaba que el emperador llevaba un nuevo traje, ¿cómo iba a dudar de ello? Menos aún podía dudarse de lo que decía la prensa, la radio o la televisión, que, aunque se sabe que no son siempre fidedignas, no pueden equivocarse constantemente y por sistema (de hecho, sería preferible que se equivocaran por sistema, porque entonces sabríamos la verdad, que sería siempre lo contrario de lo que dicen).

Otros respondieron también positivamente porque, aunque estuvieron presentes cuando apareció el emperador y advirtieron que no llevaba ropas de ninguna clase, les entró la duda, en vista de lo que se había anunciado, de que estuviera realmente desnudo. Si la gran mayoría de la gente estaba de acuerdo en que llevaba un nuevo traje, era muy posible que ellos se hubiesen equivocado y que lo que les pareció desnudez del emperador se debiera al color de piel de un atavío muy hábilmente diseñado para dar la impresión de que iba vestido.

Otros afirmaron asimismo que el nuevo traje era maravilloso porque, si bien vieron perfectamente que el emperador estaba realmente desnudo, no, se atrevieron a declararlo así, y menos por escrito, por temor a quedar mal ante personas de gran poder o de gran prestigio que habían asegurado que el emperador iba vestido. Si ellos lo habían dicho así, por algo sería, aunque no alcanzaban a saber exactamente por qué.Otros se inclinaron asimismo a favor de responder que sí, que el emperador iba vestido con un muy rico traje, porque, aunque no les cabía la menor duda de que estaba en cueros, se cuidaron muy mucho de disentir de quienes sostenían lo contrario, porque esto podía tener como consecuencia que el resto de la población los mirara con malos ojos, como unos descastados o unos antipatriotas. Hasta sospechaban que su actitud de duda acerca del nuevo traje -y no digamos de cualquier traje- podría perjudicarles en sus intereses, porque es bien sabido que en no pocos casos -y especialmente cuando se trata de cuestiones realmente importantes, como en el asunto del nuevo traje del emperador- es muy difícil vivir -e imposible prosperar- al margen de la opinión general.

Todo eso era perfectamente, claro, respondió el emperador cuando el experto -que lo era en la categoría de respuestas afirmativas- le presentó su informe, pero ¿por qué seguía habiendo unos cuantos -desde luego, no muchos, pero los suficientes para no quedar del todo tranquilo- que habían respondido que el emperador iba desnudo?

De contestarle se encargó el experto en la categoría de respuestas negativas:

Había, en realidad, dos clases de personas que habían contestado en forma tan inesperada, pero no había que alarmarse porque, aparte de ser muy Pocas, no podían causar gran daño.

Una era la clase de los que contestaron negativamente sólo por ser individuos un tanto extravagantes, amantes de las paradojas o dispuestos por temperamento a hacer la contra en todo, fuera cual fuese el asunto discutido, tratarase de cuestiones de carácter personal o bien de asuntos de Estado. Éstos podían sostener con toda impunidad que el emperador iba desnudo porque nadie los tomaba en serio y se consideraba que lo que decían era meramente divertido.

La otra clase era la de quienes aspiran a emitir opiniones sinceras tanto en la cuestión del nuevo traje del emperador como en cualesquiera otras en las que se consideran capaces de opinar. Esto es, por supuesto, una manifestación de orgullo inadmisible, pero así es esa gentuza. No mejora las cosas el que, además de expresar su opinión, traten de apoyarla con razones y de aducir datos al efecto, porque esto quiere decir que se consideran tan capaces de dar razones válidas o de encontrar datos confirmatorios como los que saben más que ellos. Para que se viera que el orgullo de estos disidentes es casi satánico, el emperador tiene que saber que estos desgraciados llevan su ambición de objetividad y de imparcialidad al punto de sostener que están siempre dispuestos a rectificar su opinión si se les dan razones suficientes y se les aducen datos convincentes para ello, de modo que inclusive están listos para sostener que el emperador llevaba un nuevo traje si, en efecto, lo llevaba y no iba desnudo.

"Son tan razonables que parecen locos", manifestó en su informe el experto en respuestas negativas, y agregó: "Pero, siendo tan pocos, carecen de influencia".

Casi nadie sabe que el emperador de marras no era nada tonto y que aun así no quedó del todo tranquilo, porque le pareció que la actitud de esos locos razonables era tan atractiva que llegaría un momento en que influiría sobre un público cada vez más numeroso. En tal caso podría ocurrir que el emperador se volviera a presentar a sus súbditos desnudo mientras decía que estaba vestido, y se concluyera que había mentido y que no llevaba ropa. ¿No iba a quedar irreparablemente minada su autoridad?

Por fortuna, había otro experto en la firma de relaciones públicas, éste un experto en sentido común, que le informó que, aunque se produjera este extraño fenómeno, no tenía que preocuparse.

En efecto -le aseguró-, es verdad que mucha gente puede inclusive llegar a estar de acuerdo con esos pocos locos razonables, pero esto será siempre en teoría y en principio, nunca en la práctica. Tan pronto como se presente un caso concreto, las respuestas afirmativas van a superar con creces las negativas.

Y si no -le añadió- que su sublime majestad pruebe: nadie, pero nadie -eso es sólo un ejemplo- se atreverá a decir que Greta Garbo fue una actriz inferior a bastantes otras. Nadie, pero nadie -y eso es otro ejemplo- osará afirmar que las películas de Jean Renoir, incluyendo Las reglas del juego, dejan mucho que desear. Nadie, en suma, se atreve con las leyendas.

Y esto que sucede en el campo relativamente modesto del cine ocurre asimismo en esferas que se suponen de mayor enjundia, como las bellas artes, la literatura, la política, la filosofía, etcétera. ¿Quién se atreve a decir que Andy Warhol fue un farsante de marca? (Dalí también, pero dibujaba y pintaba como los ángeles). ¿O que los escritos de Jacques Lacan son puro macaneo (en su caso, lacaneo)? En cuanto algo o alguien se convierte en leyenda, ya no hay nada que hacer: aunque sea basura olerá a rosas.

Es lo que le ocurrió al emperador cuando, después de anunciar a sus súbditos que iba a hablarles desde el balcón imperial en un nuevo traje, se presentó como su madre lo echó al mundo.

Tranquilícese, su sublime majestad.

José Ferrater Mora es catedrático de Filosofía, ensayista y narrador.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_