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Pringue

He paseado por la playa cuando se quedó desierta al anochecer. Como es habitual a esta hora, flotaban en la orilla cortezas de melón, compresas higiénicas, hombreras femeninas ortopédicas y envases de todo tipo. Por supuesto, las papeleras rebosaban desperdicios. Una absurda avioneta sobrevoló el litoral por última vez, agitando su anuncio de cremas bronceadoras.Embalsamados en leches hidratantes como muertos en cueros vivos, dos seres se acariciaban apasionadamente ennobleciendo así esta postal de basura húmeda.

¿Podía acaso reconocer lo que fue antes un espacio abierto y limpio en el que se refrescaban los cuerpos con la brisa y el agua?

Ahora todo parecía igual: un solarium dispuesto para el próspero negocio de la cosmética internacional, que promete transformar a cualquier humeante criatura blanca en otra negra sin alterar sus genes y en una milagrosa operación de torrefacto contra reloj.

Los bañistas, que jamás pisan el agua, nadaban muy felices en ese inmenso muestrario de cremas protectoras numeradas del 2 al 20, porque hay que abusar del sol engañando al sol. Algunos se aplicaban ungüentos autobronceadores. Otros untaban su piel con cremas provistas de filtros fotoprotectores al 200%, vitamina E contra las arrugas y el envejecimiento, agentes matizantes, liposomas y antirradicales libres.

¿Qué harán esos antirradicales libres encerrados en tubos de cinco centímetros? Cuando ya habían fabricado estas cataplasmas, aún quedaba la protección labial y un toque con el aerosol repelente de insectos. Después, siempre cabía la posibilidad de ingerir comprimidos de zanahoria, que les hacían mover las orejas intensamente de contento como a un asno. Entonces vi a una hermosa muchacha que, en este estado de embriaguez general, aparentaba leer el último best seller.

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