El narcomundial
Lo mismo que cada feria de San Isidro viene acompañada del esperado artículo antitaurino de Manuel Vicent, también cada campeonato mundial de fútbol trae dos o tres reflexiones apocalípticas sobre la degradación de la naturaleza humana revelada por el gran circo del balompié. En los mundiales de este año el chupinazo lo disparó de forma señera Sánchez Ferlosio, anunciando que el fútbol es fascista. Desde luego, se trató más bien de un exabrupto que de una noticia (aunque últimamente no siempre sea fácil establecer la diferencia). La palabra "fascista" perdió hace bastante su capacidad de descripción política y se ha convertido en un dicterio bien pensante, como cuando el despechado llama "puta" a la que le hace poco caso a él o demasiado a otro. Hoy, calificar a alguien o algo de "fascista" viene a ser poco más que mostrar indignación ante un estado de cosas que le supera a uno. En una carta a este periódico, hablaba el otro día un señor iracundo del "fascismo universal": quería expresar, probablemente, algún problema digestivo.Como Ferlosio hace literatura todo cuanto toca, su exabrupto se redimía por virtud propia. Menos suerte acompañaba, creo yo, a Luis Meana en su Fútbol, el monstruo en el estadio (EL PAÍS, 8-VII-1990), aplicación a la feria deportiva de una vulgata frankfurtiana bastante cruda. El fascismo futbolístico señalado por Ferlosio era recogido como cosa indudable y achacado a dos causas: primera, la naturaleza misma del fútbol, "sucesor y sustituto de la guerra"; segunda y principal, la raíz totalitaria del liberalismo capitalista, Marcuse dixit. En cuanto a la primera, no tiene más inconveniente que su falsedad, porque si el fútbol hubiese venido a sustituir a la guerra sería hoy tenido no por "fascista" sino por el más beneficioso invento realizado por la humanidad después del fuego. En cuanto a la segunda, además de falsa es algo boba, sobre todo cuando la historia reciente ha demostrado que el totalitarismo no es raíz de nada sino tentación perversa de capitalismo, socialismo o cualquier otro sistema que sacrifique la "forma" democrática en aras de la "eficacia pura" de sus propósitos de "verdadero" orden. Acto seguido, Meana nos avisa de que el dichoso fascismo no hace irracional al fútbol sino que le convierte en expresión privilegiada de la razón misma: porque es la propia razón la intrínsecamente totalitaria, según dictamen que teníamos últimamente algo olvidado. El fútbol es competición, y la razón que nos posee, competencia, de modo que ustedes mismos calculen. Para Meana, la competencia es una forma de afirmación que se expresa primaria y casi únicamente en la victoria, mientras que el otro sólo está ahí para ejercer la propia superioridad". Un miembro de aquella civilización racional y competitiva, la griega, le hubiese respondido que todas las sociedades necesitan identificar una jerarquía de excelencia, para la cual no hay más origen que el naturalismo genealógico o el artificialismo competitivo; y que en las sociedades igualitarias prevalece dichosamente el segundo, según el cual los socios son testigos y cooperadores de la victoria, no sus fatales pacientes. Del resto de las teorías de Meana contraponiendo la selección de masas llevada a cabo en el laboratorio futbolístico frente a la selección de élites propia del tenis o el golf, y elucubraciones similares, habría tanto que decir que más vale no decir nada.
En algo, de todos modos, voy a estar de acuerdo con Meana: en lo de que la gente va al estadio en busca de calor social, de esa emoción de la unanimidad que la sociedad democrática e individualista no prodiga. Sin embargo, la emocionante unanimidad propiciada por el fútbol no parece de suficiente calidad a los exquisitos, pues está teñida de frustraciones agresivas, intereses mezquinos y patrioterismos. Mucho hay sin duda de cierto en estas objeciones, aunque no es fácil que una ligazón multitudinaría se logre según pautas de refinamiento estético o de reflexión crítica que sólo suelen degustarse de forma más personalizada y recoleta. Aun así, ojalá el unanimismo social se lograse de veras a través de modelos bruscamente inocentes como el fútbol o cualquier otro tipo de competición, con todas sus pegas. Pero no. Los espectáculos que hacen vibrar al unísono a los grupos cada día no suelen ser lizas sino autos de fe; no son rivalidades mejor o peor pautadas sino persecuciones. El devaluado adjetivo "fascista" debe ser reservado para estas ocasiones, si es que deseamos seguir empleándolo.
La verdadera emoción unánime de la modernidad ha consistido invariablemente en la denuncia, acoso y castigo del monstruo. A éste, sin duda, no se le puede circunscribir al estadio. En el monstruo no se da simplemente la delincuencia o la amenaza concreta, sino una perversidad especial, intrínseca, unida a una vaguedad en cuanto a objetivos que le hace especialmente maléfico. El monstruo no es tanto culpable como intolerable. Se le supone detrás de cuanto ocurre de malo y dotado de especiales poderes destructivos, aunque cuando le pillan se presente como simple humano vulgar. Como es deber del monstruo ser no sólo nefasto sino también intrigante y pronto deja de serlo lo habitual, la monstruosidad pasa por modas. Judíos y masones son célebres monstruos de la historia occidental, así como liberales y comunistas. Los modelos más recientes de monstruo son el terrorista, el narcotraficante y el defraudador de Hacienda. Otros candidatos a la monstruosidad, como el fumador o el miembro de secta esotérica, aún no han adquirido todo el peso exigible y son simples monstruitos. No es fácil construir un buen monstruo, desde luego. Hace unos días, por ejemplo, un periodista (El Mundo, 11-VII-90), informando sobre la secta Niños de Dios y bajo el epígrafe Sexo infantil, aportaba el siguiente párrafo de una publicación de los sectarios: "A los niños hay que enseñarles que sus órganos sexuales tienen tanta categoría como otras partes de su cuerpo y que sus actividades, gozo y sentimientos sexuales no tienen más maldad que el comer o hacer otro ejercicio físico". Espeluznante doctrina, aunque quizá no suficiente para iniciar el pogrom... En ocasiones se intentan híbridos, con el consiguiente peligro de recargar los efectos: así nacen los narcoterroristas y los narcodefraudadores que blanquean su oscuro capital.
Hoy, por excelencia, lo monstruoso es siempre "narco". Incluso los racistas de la vieja escuela procuran poner un toque "narco" en su xenofobia para no desconectarse del todo de los demás: pronto serán narconazis los que persigan a narcojudíos y narconegros. La emoción unánime está asegurada y reúne a Bush y a Fidel Castro, a ETA y a los ayuntamientos más conservadores, etcétera. El espectáculo de la gran purga ftinciona de maravilla con su emotivo aderezo de heroicas redadas, héroesjueces y héroes-delatores (por cierto, ¿no sería mejor renunciar en España al viejo trámite de los juicios y sustituir las vistas por declaraciones a los medios informativos y las sentencias por editoriales?). Con los narcomonstruos todo vale y la presunción de inocencia o la indefensión son zarandajas desdeñables. Son alimañas para quienes no se han inventado los trámites jurídicos, cuyo delito es tanto más horrible cuanto que mezcla el temor a la muerte, el temor al placer y el temor a la libertad. Como en otros casos en que la jaculatoria "sofidaridad" no quiere lubrificar con su melaza edificante el discurso, la izquierda intelectual jalea los goles o pita más penaltis de los concedidos.
Entre el mundial de fútbol y el narcomundial, reservo mi exabrupto de "fascista" para este segundo. Raro que es uno. Sin embargo, a veces trato de imaginar cómo podría ser un calor social que no derivara del torneo ni del auto de fe. Cyril Connolly conjeturó una religión cuyo único rito sería que los hombres se reuniesen por grupos, a la caída de la tarde, y tomaran una copa juntos "pour chasser I'honte du jour". Pero comprendo que esto es demasiado poca cosa. Además, el ministro de Sanidad acaba de decir que, aunque nos líbremos de la heroína y la cocaína, siempre tendremos el alcohol para seguir la narcolucha, de modo que más vale dejarse de sueños light y aullar con el resto dela manada.
Fernando Savater es catedrático de Ética de la Universidad del País Vasco.
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