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Tenemos derecho a preguntar al que habla en nombre de qué habla. De la misma forma, el que nos pregunta tiene derecho a esperar una respuesta de nosotros.

A las manifestaciones de índignación provocadas por la profanación del cementerio judío de Carpentras ha seguido el silencio. ¿Cómo podía ser de otra. forma? Creemos haberlo dicho todo de un acto innoble en cuanto lo condenamos con todo nuestro corazón, con todas nuestras fuerzas. Sin embargo, este acto odioso, repugnante, nunca es más que la consecuencia lógica, previsible, de un discurso, de una serie de discursos hábil, solapadamente alimentados; transmitidos, amplificados, denunciados a veces por algunos; tolerados casi siempre en nombre de la libertad de expresión que concede un país democrático a sus súbditos.

Discurso antisemita -el más antiguo de todos- Discurso racista, al que se ha añadido últimamente el discurso contra la inmigración; de hecho, un alegato contra la presencia del inmigrado, que ya no se tolera más en casa.

Otros discursos han visto la luz estos últimos años. Todos invocan más o menos los primeros, diferenciándose, no obstante, por su grado de violencia.

Sin embargo, el discurso antisemita no es el discurso racista, y, viceversa. Los problemas que provoca una inmigración mal controlada han producido rápidamente un discurso reestructurado contra el extranjero, responsable de todos nuestros males.

Haber reunido estos tres discursos en un discurso único es haber permitido que cada uno de ellos se desarrolle con y por mediación del otro; es, sobre todo, un medio de actualizarlos al hilo de las circunstancias, porque estos discursos están siempre inspirados por la actualidad, es decir, indefectiblemente ligados a ella; es, finalmente, haber inaugurado un discurso que, en su confusión, permite todas las interpretaciones: discurso de odio y de exclusión.

Excluir es en cierta forma excluirse uno mismo. El rechazo de la diferencia conduce a la negación del otro. ¿Olvidamos que decir "yo" ya es decir la diferencia?

¿Qué quiere decir "Francia para los franceses" si no "Francia para Francia"? Y es normal. ¿No está el destino de Francia en manos de los franceses? Lo que pasa es que hay que saber de qué Francia se trata. ¿Se sabe lo suficiente que Francia debe en gran parte, en todo caso en determinadas regiones del globo, su proyección a aquel que se sigue considerando en diversos ambientes como el indeseable extranjero, el intruso?

En Egipto, por ejemplo, donde nací y donde viví hasta mi instalación en París en 1957, son los minoritarios, judíos en primer lugar -por su número-, coptos, cristianos de nacionalidad egipcia o extranjera, quienes mantuvieron la presencia de Francia en este país, haciendo de la lengua francesa una lengua común y de su cultura una cultura universal. Es una opción que compromete totalmente al que la hace y que no es otra en un principio que la fidelidad a una imagen en la que se ha creído profundamente y en la que se habría querido creer siempre. La imagen de un país edificada sobre tres palabras: liberté, égalité, fraternité. Si esta imagen de Francia se ha convertido en algo embarazoso, incluso para los franceses, rompámosla. Si la conservamos, exige como contrapartida que Francia vele por ella para que nadie la llegue a empañar jamás.

Pensar que el discurso racista sólo traduce en su vehemencia una incapacidad, sin duda lamentable, para tolerar al otro en su integridad, para aceptarle como es, es absurdo: el racismo sólo es la expresión renovada de la negación del hombre, de cualquier hombre, en su riqueza y en su infinita pobreza. Pensar, con los que lo repiten, probablemente para convencerse ellos mismos, que el discurso antisemita es menos virulento hoy en día que antes de la guerra de 1940, por ejemplo, es un error grave, porque ha habido otros Auschwitz después. La pregunta es la siguiente: ¿cómo puede tener derecho de ciudadanía un discurso semejante? Si el horror de Auschwitz no pudo quebrarlo, ¿cómo creer que Carpentras podrá?

Al discurso antisemita se ha ido incorporando, poquito a poco, el discurso antiisraelí. Este discurso trata de demostrar que cada judío, en nombre de su adhesión incondicional a Israel, defenderá siempre sin reservas la política del Gobierno de este país, aplaudirá sus decisiones, las justificará pase lo que pase. Es un discurso cargado de consecuencias que tiende a demostrar que un judío francés, como es judío, es más israelí que francés. Por tanto, es extranjero. Es ridículo, dirán. Tendrán razón. No obstante, una pregunta me viene a la mente: ¿qué quiere decir pase lo que pase?

Voy a contestar inmediatamente, ya que resulta que esta pregunta está en el origen de mí relación con Israel, que condiciona mis reacciones, mis posturas frente a todo lo que ocurre, que roza a veces lo intolerable. ¿En nombre de qué? Quizá en nombre de mi solidaridad con su pueblo, cuyo rostro es también el mío, cuyos hombres y mujeres tienen mi alma y porque su futuro está más amenazado que el mío. En nombre también de una verdad y de una exigencia que son las mías; finalmente, en nombre de una inquietud creciente y de una convicción que no sabría expresar del todo, pero que se resume en esto: jamás la herida curará la herida. Soy consciente, no obstante, de la fragilidad de esta palabra; sólo atento a su temblor; palabra que sólo se apoya en sí misma y que no puede imponerse ni obligar, pero que podría convencer si fuera escuchada.

¿Suscribir por adelantado la política del actual Gobierno de Israel no es reducir cada vez la imagen de este Estado a la de su política del momento?

Si en mi fuero interno pienso que esta política es detestable, peligrosa, nefasta para este Estado, ¿tengo que callarme? ¿Callarme en nombre de qué? Callarme sería aprobar en cierta forma, con mi silencio, lo que me choca y me subleva; lo que, además, denuncio y condeno en otras circunstancias. Y sería una traición. Una palabra solitaria sólo expresa al principio la soledad en la que se debate. ¿Pero si esta palabra es la que me salva? íntima palabra, de dolor y de razón, ¿palabra de llamada? Entonces, que esta llamada, privada de ecos, se reúna con la de mis amigos agrupados alrededor de dos palabras solares: identidad y diálogo. Dos palabras que dependen la una de la otra como las dos hojas de la misma puerta. Puedan israelíes y palestinos, juntos, abrir de par en par esta puerta para dejar entrar la luz.

Simplificar el discurso. Centrarlo sobre lo esencial. La fuerza es una ilusión peligrosa. Olvidarla es negarse a mirar la realidad de frente. ¿De qué realidad hablo? De la que desgarra un país sin esperanza que, para sobrevivir, sigue esperando. Que los palestinos que han elegido a Arafat como portavoz se hagan oír a través de su voz. Que los palestinos que no tienen portavoz se hagan oír a través de sus heridas. Que los israelíes que saben que no tienen más salida que la paz se movilicen por el diálogo.

Sin aprensión ni rodeos.

Antes de que sea demasiado tarde.

El que acepta el diálogo deja de ser un enemigo.

Las posibilidades de cualquier diálogo están en el diálogo mismo.

No lo perdamos de vista.

Nuestra responsabilidad nos lo dicta.

Edmond Jabès es escritor francés. Traducción: Alicia Martorell.

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