"No digáis a mi madre que soy periódista"
"Yo, señora, tengo la inmensa suerte de poder destruir famas, establecer verdades absolutas, rematar conciencias. Pero ¡ay! de aquel que se atreva a criticar mínimamente mi vida o tan sólo ponga en duda el más pequeño de mis actos" (Françoise de Mignon. El Tirano, 1922).Hace unas semanas, un ministro socialista nada sospechoso de arrivismo desataba una auténtica tormenta de críticas, poniendo sobre la mesa uno de los temas más controvertidos del periodismo español y que menos se ha atrevido a diseccionar la propia profesión periodística. El ministro vino a cuestionar el derecho de los medios de comunicación a difundir cualquier información, y, naturalmente, las que no fueran ciertas. Y reconoció que posiblemente el Gobierno socialista tenía pendiente la cuestión de la prensa.
Vértigo y prudencia
Ha sido éste un país de cuestiones pendientes. El vértigo con el que se ha desarrollado nuestro más cercano pasado nos ha hecho, en demasiadas ocasiones, prescindir de la prudencia necesaria o de la humildad clamada por don Quijote para que la afectación no nos envolviera demasiado.
Nadie se ha librado del olvido. Olvido de situaciones, de palabras y de actos. Y la prensa, posiblemente, menos que nadie. Durante la transición democrática, tal vez por ese afán de protagonismo que siempre ha caracterizado a la clase periodística, nos reafirmamos en la creencia de que fueron los medios de comunicación casi en exclusiva los que sentaron las bases del Estado de derecho, los que permitieron el establecimiento de las libertades, rompieron cadenas, acabaron con corrupciones y enterraron definitivamente la dictadura. Y aunque en parte pueda ser verdad, no quisimos recordar que también la prensa había sido uno de los puntales que habían sostenido un sistema sangriento.
Sin pudor alguno, hemos condenado al olvido a torneros que se dejaron su juventud en las cárceles o el exilio, a estudiantes que perdieron su futuro corriendo delante de los guardias o fueron arrojados desde una ventana y a viejos militantes que agotaron su vida en lo que hoy alegremente denominamos trasnochadas ideologías.
El problema es que la prensa, en un auténtico ejercicio de egocentrismo atroz, se ha negado desde entonces a volver a su auténtico papel. No es del todo cierto que la situación que hoy vive la prensa sea un exponente del clima social en que se desenvuelve la sociedad española. La prensa no ha tenido su transición, seguramente porque estaba demasiado ocupada en vigilar la de los demás.
Agresividad
Son varias las razones que han impedido la evolución de una prensa de trinchera, o, dicho de otra manera, las que han llenado de acidez y agresividad los medios de comunicación. Y, aunque no sea una de las más importantes, sí ha tenido una especial relevancia en la actitud de algunos profesionales el síndrome de Vietnam.
Se conoce como síndrome de Vietnam el experimentado por los veteranos de la peor y más sucia guerra del mundo moderno. Ese deseo de los ex combatientes de ser reconocidos como héroes por la sociedad civil y su desencanto al verse rechazados por los mismos que un día fueron a despedirles entre vítores y cantos de victoria. Muchos de aquellos viejos soldados lo transformaron en agresividad para con el conjunto de la sociedad ante esa falta de reconocimiento a su sacrificio.
La prensa -y los periodistas en particular- ha tenido su propio síndrome de Vietnam, y lo mismo que los viejos combatientes ha sentido en sus carnes el desdén de los que un día fueron sus aliados. Este rechazo ha provocado también una reacción terriblemente feroz de la prensa con el poder. Algunos periodistas han convertido su trabajo en una agotadora batalla personal contra los que un día les sentaron a su mesa, llenaron sus estómagos y corazones de alabanzas y les juraron amistad eterna.
No se trata ni mucho menos de cuestionar el papel que la prensa tiene en una sociedad democrática. Pero el control que en Estados de derecho tienen los medios de comunicación es muchas veces vulnerado por quienes más suelen invocarlo. Se han mezclado en demasiadas ocasiones pataletas personales con críticas políticas y en muchos furibundos editoriales se han escondido celos rabiosos. En demasiadas ocasiones se han confundido el derecho y el deber de la crítica con el insulto y el todo vale, aunque no se confirme.
Proceso dogmático
Posiblemente todo parta de que antes y ahora la prensa ha gozado de una complicidad y un protagonismo que nunca debió aceptar. Desvirtuado su auténtico papel, se ha ido enfangando en un proceso cada vez más dogmático y se ha convertido, tal vez sin quererlo, en el único e indiscutible juez de la sociedad. Con un agravante: que mientras la ley concede la presunción de inocencia a todo acusado, la prensa concede la presunción de culpabilidad. Uno de los implicados (o habrá que utilizar el hipócrita presunto) en el caso Naseiro hacía unas dramáticas declaraciones: "Me han ofendido, humillado, han cuestionado mi honorabilidad y la de mi familia. A mis hijos les señalan por la calle. Nadie ha hablado conmigo. No he podido defenderme en ningún periódico. Y aunque lo haga, ya qué más da. He sido condenado por la prensa".
Desde el otro lado han ido apareciendo con pasmosa regularidad comentarios de reputados periodistas poniendo en cuestión, sin la más mínima base, las actuaciones del juez Manglano en el caso Naseiro. Al margen de cualquier otra consideración, conviene al menos reflexionar sobre la facilidad con que los periodistas abordamos cuestiones sobre las que en la mayoría de los casos somos auténticos legos. Y también en la mayoría de los casos sin molestarnos siquiera en contrastar con algún especialista asuntos de tal calado.
Corporativismo
Con toda seguridad, si al juez se le hubiese ocurrido poner en entredicho el titular o la estructura de un artículo, el periodista hubiera saltado como una fiera por la intromisión del magistrado. Y seguro que otros insignes colegas hubieran acudido en defensa del maltratado honor y profesionalidad del compañero. Es éste un oficio ferozmente corporativo y que, sin embargo, ha resistido mal las tentaciones de utilizar en propio provecho o en el de los intereses que representa el poder que otorga disponer de una página en blanco.
La fortuna que tenemos los periodistas es que los lectores desconocen casi todo sobre nosotros. Ignoran por qué sale una noticia y por qué se oculta otra. Hasta dónde la presión de la propia o la ajena empresa condicionan un titular, y tampoco conocen en profundidad las villanías de muchos profesionales que han puesto su pluma a la venta. Son nombres y apellidos que todos conocemos y que asumimos. Si un día se hicieran públicos, clarificarían el porqué de algunas defensas y muchos ataques que los demás, por un compañerismo mal entendido, nos limitamos a comentar entre nosotros.
Algún día, posiblemente, se hable con toda valentía de la corrupción del periodismo, desde el miserable sobre de 20.000 pesetas o la caja de vino con tarjeta de banquero a ese ordenador último modelo, o el sueldo extra fijo y seguro que sobrepasa holgadamente al de la nómina oficial. Y sabrán los sufridos lectores por qué hay silencios y lo que vale la simple palmadita en la espalda, la comparecencia en una tertulia o un programita en algún medio oficial o privado.
Y tal vez hay que hablar -y no sería malo que se supiera- de los extraños contubernios económicos que sustentan periódicos o revistas, o emisoras, que explicarían por sí mismos algunos contenidos y actitudes de los medios de comunicación. Siempre los periodistas jugarían con la ventaja de tener un acceso privilegiado a la información. Y tendrán, sobre todo, la posibilidad de utilizarla.
Un viejo maestro en este bello oficio me decía hace ya muchos años que el periodista tenía que ser humilde y esconderse detrás de su noticia. Luego vino lo de poner la foto al lado de los editoriales. Y eso, la verdad., ha cambiado mucho este oficio.
En una redacción, en el sitio de honor, vi una vez aquella vieja broma: "No digas a mi madre que soy periodista, la pobre cree que soy pianista en un prostíbulo".
Lo que ocurre es que la mayoría de nosotros no sabemos tocar el piano.
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