El 'no' de Francia
¿No se olvidará muy pronto Carpentras? ¡Desde luego! Pero no se olvidará tan pronto el sobresalto del 14 de mayo de 1990.Carpentras estará desde ahora grabado en la imaginería del horror, entre Jerónimo Bosch, El Bosco y Buñuel. No se trata aquí de las profanaciones de tumbas que se han convertido en todas partes en el contrapunto ritual de lo sagrado y en la venganza de aquellos que por las noches en los cementerios se enajenan hasta la demencia. Es la exhumación del muerto al que se ultraja lo que quedará como una ascensión hasta el extremo en la sofisticación alucinante de lo enfermizo.
De todos modos, debido a ello, gracias a su efecto revulsivo, a causa de su dimensión escandalosa, ha sucedido algo entre la Bastilla y la República, entre las 18 y 21 horas de ese lunes 14 de mayo. ¿Se ha dicho ya? Repitámoslo: desde la Liberación, ningún presidente de la República había participado en una manifestación. Mitterrand estaba allí. Y puesto que se trataba de dar testimonio y no de reivindicar, no veo que pueda hacerse otra cosa más que congratularse.
Ni por un instante he pensado que los dirigentes del Frente Nacional podían ser los autores o los comanditarios del crimen de Carpentras. Por el contrario, he creído que, en cualquier caso, era un error sospechar de ellos. La empresa de Le Pen era más bien próspera y lo podía perder todo en este electrochoque que acaba de reunir contra ella a toda la nación. Despertados por Capentras, los franceses han constituido un frente de rechazo contra el racismo soft, cuyos insidiosos progresos alcanzaban la cota de alerta en medio de una relativa indiferencia. Y lo mismo que Bernanos, admirador de Drumont, podía decir que el nazismo había "deshonrado al antisemitismo" (pues sí, el gran Bernanos esperó a Hitler para volverse antirracista), un cierto número de franceses extraviados han salido despedidos fuera de sí mismos por el rayo macabro de Carpentras hasta encontrar insoportables desde ahora el humor, las ocurrencias y los deslices racistas o neorracistas, o xenófobos, o lo que se quiera. Ya basta. Hay un límite para todo. A partir de hoy no se juega.
Para hacerse una idea fría y precisa de la ambición de los dirigentes del Frente Nacional, es suficiente leer con atención la alocución pronunciada por la señora Stirbois en el PalaisBourbon. Detrás de las ambigüedades pérfidas y tan hábiles de Le Pen se buscaba desde hacía tiempo una intención doctrinal traducida en un texto coherente. Ya no es preciso buscar más. Tenemos ese texto. La sociedad propuesta por el Frente Nacional ha sido perfectamente descrita por la señora Stirbois. Se puede reencontrar con tranquilidad la herencia de Vichy, las consignas de la Revolución nacional, la denuncia del cosmopolitismo, el concepto de nacionalidad transmitida sólo por la herencia, el tufo de un populismo maurrassiano y de un populismo de exclusión; en resumen, todos los ingredientes de una verdadera doctrina para un racismo a la francesa.
La señora Stirbois tiene un mérito, el de ser clara. Esta doctrina se inserta en una tradición muy viva durante el periodo de entreguerras. Uno se asombra fácilmente de la progresión de tales ideas. El sentimiento democrático, por ser a veces melancólico, no podría vivirse en la negación, como fue el caso durante los años treinta, a no ser porque la liberación de los países del Este proporciona a la democracia el sentido épico que le falta entre nosotros. Por otra parte, no estamos en un periodo de crisis económica, ningún peligro exterior nos amenaza, la derecha liberal no se ha mostrado acogedora hacia las alergias xenófobas ni hacia los fermentos de guerra civil. Todo esto es cierto, pero podría muy bien no evitar nada.
Por más que se acuse a Le Pen de ser desde siempre visceralmente antisemita, el ambiente en el que se asentó al principio no podía favorecer sus inclinaciones. Su trampolín inicial lo ha encontrado en la denuncia obsesiva de la presencia, que dice ser masiva e inasimilable, de extranjeros, y especialmente de musulmanes. Ahora bien, en ningún país, sea o no vecino, el islam va acompañado de una connotación tan sulfurosa como en Francia. Hasta tal punto que grandes capas de la población han acabado por acostumbrase a la idea de que la xenofobia antiislámica no era, para los unos, racista en absoluto y, para los otros, constituía una especie de racismo honorable. El islam es, en primer lugar, el vecino pobre y ruidoso, que se traslada en familia y al que se acusa de llenar aquí los hospitales y allí las escuelas. Éstos son los recuerdos de la guerra de Argelia, los supuestos contactos con el terrorismo y con ciertas naciones consideradas bárbaras. Estas asociaciones de ideas, peligrosas, burdas y simplificadoras, atestan la imaginación nacional.
Es así como el racismo considerado honorable conoció su primera rehabilitación y, a medida que se hacía menos vergonzoso, acarreaba la desaparición progresiva de los tabúes y las prohibiciones. Nos hemos acostumbrado a no soportar más al vecino distinto. Le Pen ha contribuido poderosamente a precipitar esta evolución y la ha aprovechado con un arte consumado. Incluso ha denunciado, dándole la vuelta al concepto, un "racismo antifrancés", que trasforma a los extrajeros en invasores dominantes, con la complicidad de la clase política y de los medios de comunicación. "Hay muchos judíos, como hay muchos corsos en las aduanas y muchos bretones en la Marina", pero resulta que ni los corsos no los bretones son sospechosos de hacerse cómplices del "racismo antifrancés". Fue al denunciar esta complicidad imaginaria cuando Le Pen comenzó a abandonarse a sus famosas frasecitas.
A la vez, se había trazado el camino para favorecer la expansión de este antisemitismo que yo llamo soft, de este racismo a la francesa que había sido deshonrado por Vichy, la colaboración y el nazismo. De todos modos, era necesario arreglar el embarazoso recuerdo de los campos de concentración, del holocausto y de las cámaras de gas. ¿Cómo rehabilitar entonces el antisemitismo civilizado? Es ahí donde la empresa resulta de una increíble perversidad. ¿Qué significa esta peque ña palabra suelta, el "detalle"? ("la cuestión de saber si ha habido o no cámaras de gas en los campos nazis", declaró Le Pen en septiembre de 1987, es "un detalle de la historia de la II Guerra Mundial"). Significa que la violencia nazi es la de toda guerra. ¿Y cómo deshacer la relación entre el antisemitismo y las cámaras de gas? Favoreciendo la duda faurissomana sobre la existencia de estas cámaras. Después de todo, si los judíos durante el nazismo sólo murieron por las epidemias que asol aban todos los campos de prisioneros, ¿en qué podía responsabilizarse de estos muertos a quienes habían practicado el antisemitismo?
Todo esto, ciertamente, ha sido puesto a punto muy bien. El veneno ha sido destilado a pequeñas dosis. Se ha esparcido por todas partes, y todavía se esparce. Pero hete aquí que ha existido Carpentras. Que se ha producido esta manifestación bastante inesperada, quizá histórica, en la que los franceses han decidido dibujar, simplemente porque estaban juntos, el rostro de la democracia francesa. Ese día no han querido distinguir entre antisemitismo soft y violencia macabra; no se han preocupado por saber quiénes eran los verdaderos autores de la barbarie de Carpentras. Esta barbarie les ha proyectado a la memoria, al examen de conciencia y al sobresalto. Han querido acabar con lo que constituye, en el extrajero, la vergüenza de Francia, puesto que en ninguna parte existe un movimiento de extrema derecha tan poderoso y organizado como el movimiento del Frente Nacional. Han querido dejar de comprender, de aceptar y de comentar. Han querido decir que no. Lo han querido decir con una sola voz. Si se me ha leído bien, esta voz debe ser, igualmente, única para los inmigrados, para los franceses musulmanes a proteger, para el flujo migratorio a administrar. Es necesario un 14 de mayo de la inmigración: Rocard debería llegar a convencer de ello a la derecha. Es lo que dice Frossard este martes en Le Figaro, en el que, sobre este punto, está aislado.
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