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Sobre la falta de cultura judicial

La irregular financiación de algunos partidos políticos ha perdido el discutible encanto de ser el gran secreto a voces de la democracia española y se ha incorporado, por derecho propio, al mercado de la opinión pública. De tema delicado y nocturno para iniciados, a musa inspiradora del rico folclor popular. De materia reservada, a copla de los carnavales de Cádiz. Ha sido uno de esos alucinantes viajes que, sin estaciones intermedias, se ven propiciados de vez en cuando en la sociedad española por la acción conjunta de sustancias estupefacientes tan poderosas como los jueces y los periodistas. No sé si causan grave daño a la salud, pero me consta que esta clase de fenómenos culturales genera una serie bien conocida de respuestas codificadas.La primera, la más inofensiva, está recomendada para gente con vocación de hombres de Estado. Consiste en poner de relieve los grandes riesgos que supone para la credibilidad de las instituciones democráticas un tratamiento generalizador e irresponsable del tema que en cada caso se trate. A su sencillez une la ventaja de ser una fórmula proteica y multiuso, hasta el punto de no existir cuestión alguna -hagan la prueba- que no pueda a su amparo ser resuelta. Su única debilidad radica en que, en ocasiones, pudiera pensarse que más que cuestionar el fenómeno contestado, la corrupción por ejemplo, se está impugnando el hecho de haber sido descubierta por los jueces o difundida por los periodistas.

Una segunda reacción que, merced a la consolidación del sistema, también es inofensiva y hasta graciosa consiste en demostrar hábilmente que el suceso que se analiza no es más que la punta del iceberg de otro fenómeno, ignoto e indemostrable, mucho más grave del que las apariencias muestran. De suerte que la labor del juez o el periodista, ¡faltaría más!, apenas si ha servido para conocer su epidermis, pero no así sus terribles y magmáticas entrañas. Este modelo de respuesta registra dos variedades. En primer término, la apta para radicales naïfs de todo género, según la cual el juez o periodista nunca podrá llegar a descubrir toda la verdad, pues ya se encargará de evitarlo la autoridad competente, haciendo uso de cualquiera de los infinitos recursos que los que nunca han tenido el poder piensan que el poder tiene. En segundo término, la apta para todos los públicos aficionados a Le Carré, según la cual el propio juez o periodista forman parte de la conspiración, consistiendo su labor en realizar un fuego de distracción sobre objetivos secundarios que posibilite un más inteligente ocultamiento de los intereses principales.

La respuesta tipo, con todo, peligrosa y perturbadora es la que tildaré de pragmática. El método es algo más complejo. Procede, antes de nada, a evaluar a toda prisa a qué institución, partido, sector o persona perjudica el suceso. El paso siguiente es comprobar en el ordenador personal portátil si el ente perjudicado forma parte o no de los listados de amigos o enemigos. A partir de ahí la respuesta se diversifica. Si no figura en tales listados o figurando en el de amigos resulta que no es para tanto, se procederá a dar la respuesta de hombre de Estado antes analizada. Pero si además de figurar como amigo resultase que es socio, el afectado debe proceder a insultar-descalificar se dice ahora- al juez o periodista, sin falsos escrúpulos y de la manera más atroz posible. Tratándose, por último, de un genuino enemigo, procede enaltecer no al concreto juez o periodista, sería demasiado burdo, pero sí, y con todo entusiasmo, a la independencia del poder Judicial, a la libertad de prensa o a cualquier otro valor constitucional, el que tengamos más fresco, aunque no cuadre del todo. Las ventajas de este último sistema son tan obvias que bastará consignar que es el de más éxito, el más generalizado. Debe advertirse, no obstante, que en los tiempos acelerados que corren ni siquiera un modelo tan plástico está exento de riesgos, dada la permeabilidad alarmante entre los libros mayores de las alianzas y los desacuerdos.

No seré yo, doctores tiene esa Iglesia, quien aborde los quebrantos que genera a los media esta forma estereotipada de analizar los conflictos, aunque, desde luego, no parece el mejor medio de contribuir a formar una opinión pública libre y pluralista, razón de ser constitucional de los medios de comunicación.

Algo me toca decir sobre sus repercusiones en el ámbito judicial. Tomaré como ejemplo, aunque serviría cualquier otro asunto judicial de calado, el caso aludido de la financiación de un determinado partido político. La actuación Judicial desarrollada al respecto, salvo alguna excepción inteligente y algún divertido ejemplo de radicalismo naïf, ha generado respuestas pragmáticas.

Un buen número de formadores de opinión ha subrayado la eventual quiebra de garantías constitucionales en el proceso de investigación, tratando de presentarse ante la opinión pública como paladines de quienes entienden que en el conflicto entre el valor de la dignidad de las personas y el valor de la eficacia del sistema de represión penal debe optarse por la dignidad. Otro importante grupo de opiniones, con infinidad de matices, ha subrayado que el juez no ha hecho otra cosa que aplicar la ley, no dudando, ante la gravedad de las conductas investigadas, de la constitucionalidad de colocar en una posición prevalente la necesidad de reprimir eficazmente estas conductas, aunque ello suponga una limitación de las ordinarias garantías procesales.

Un examen descontextualizado permitiría afirmar que mientras el primer bloque de opiniones parece encajar en el discurso clásico del pensamiento progresista, la conclusión a que se llega en el segundo bloque parece extraída de los más reconocibles arcanos del pensamiento conservador. Y todo sería normal, si no fuera porque un somero cotejo entre las personas e instituciones que han sostenido el primer discurso y los que han elaborado el segundo nos lleva a la poco estimulante conclusión de que, en este caso, unos y otros han considerado oportuno -a eso yo le he llamado pragmatismo- robar elementos del patrimonio cultural ajeno, o si me permiten una precisión jurídica, más que robar, que supone la intención de incorporar definitivamente lo sustraído al patrimonio del ladrón, se trata de un simple hurto de uso, que tan sólo implica la utilización temporal y coyuntural -"ilegítima" la llama con acierto el Código Penal- del efecto sustraído para poco más tarde devolverlo o abandonarlo.

Desde este modelo de respuesta delincuencial, pragmático si lo prefieren, tan perjudicial resulta para la institución judicial la hostilidad irracional de quienes se sienten objetivamente perjudicados como el elogio sin tino de quienes se sienten beneficiados. No parece excesivo solicitar que las críticas, cualquiera que sea su sentido o intensidad verbal o conceptual, se hagan desde el terreno de los principios y de las creencias, y no desde el limitado púlpito de la oportunidad partidista.

En la falta de cultura judicial debe verse, según creo, el origen de este desaguisado. Una cosa es admitir de buen grado que no existe un juez aséptico, insípido e incoloro, como -afortunadamente- no existe ninguna otra categoría de ciudadanos que posea tan discutibles cualidades, y otra bien distinta contribuir de cualquier modo (el pragmatismo es la mejor forma) a difundir la estúpida especie de que los justiciables deben esperar una u otra decisión de los jueces en función de cuál sea la asociación profesional a que pertenezcan, cuál sea el partido político de sus amores o de sus votos o qué atormentada o melancólica biografía padecieron antes de ser jueces. Puede ocurrir que los necesitados de elogiar o de insultar, especies no tan imprecisas como pudiera parecer, sepan de la falta de seriedad de sus posiciones, pero lo cierto es que sin la esperanza fundada de ser generalmente creídos, lo que sería inimaginable si existiera la más elemental cultural judicial, no se habrían incorporado con tanta ligereza a este baile de máscaras.

El pragmatismo comete, en suma, el gran delito de desnaturalizar la función judicial, ocultando el hecho evidente de que el poder judicial tiene un discurso autónomo y específico que no es posible entender desde las claves de la vida política partidaria. Si toda forma de incultura, a partir de un cierto grado, resulta desagradable, la Judicial comparte con otros analfabetismos de Estado el privilegio negativo de incidir en la línea de flotación del sistema. Es responsabilidad fundamental, sin embargo, de los propios Jueces, de sus asociaciones y del Consejo General del Poder Judicial no haber sabido hacer ni transmitir cultura Judicial.

Juan Alberto Belloch es presidente de la Audiencia Provincial de Vizcaya.

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