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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Plan al límite

MÁS ALLÁ de presumibles motivaciones electoralistas o de imagen, el llamado Plan Felipe para la mejora de los accesos a las grandes ciudades españolas, presentado a bombo y platillo por el Gobierno y en el que ha empeñado su propio nombre el presidente del Ejecutivo, constituye en sí mismo un acto político de indudable trascendencia ante los diversos desarios de 1992. Lo que habrá que procurar es que sus efectos positivos no se dilapiden, en parte por una burocracia paralizante, sin olvidar las tentaciones que puedan surgir en torno al apetitoso bocado de una asignación de 1,7 billones de pesetas de los Presupuestos del Estado para obras e infraestructuras viarias.La experiencia acumulada en la realización del plan de autovías y del tren de alta velocidad (TAV) debería servir para sacar alguna lección provechosa en este terreno, como impedir que estas grandes cantidades se incrementen inexplicablemente por encima de los índices de carestía de materiales, servicios y costes de personal, o por un irresponsable despilfarro en los entresijos administrativos.

Las grandes ciudades en las que el fenómeno de la urbanización ha llegado al paroxismo, como en Madrid, Barcelona y otros núcleos de población, han puesto en evidencia en los últimos años el enorme desfase existente entre el nivel de necesidades de la vida moderna y el vetusto soporte sobre el que se asienta. Esta contradicción, exacerbada por el crecimiento económico sostenido del último lustro, no sólo genera efectos negativos sobre la vida cotidiana de los ciudadanos, sino también sobre la misma rentabilidad de la economía y la movilidad social.

Inicialmente, la ayuda estatal pareció circunscribirse a los accesos de Madrid, por un mayor número de problemas de transporte y de comunicación, pero a la postre no se ha podido eludir la evidencia de que problemas similares -en mayor o menor grado- se dan en el resto de núcleos urbanos españoles. Las inversiones previstas para el cuatrienio 1990-1993 se destinan fundamentalmente a Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla y Málaga, pero también se beneficiarán algunas decenas de ciudades más pequeñas.

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Sin duda, el esfuerzo inversor se produce en el plazo límite para llegar a tiempo a la cita con el mercado único europeo y con las reformas requeridas por los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla. Pero si es obligado denunciar esta rémora en la puesta en marcha global de tan ambicioso plan de inversiones en materia de infraestructura viaria y de transporte urbano y ferroviario, también lo es reconocer que una parte de estas inversiones ya han servido para financiar importantes obras actualmente en curso. Con todo, lo más importante del anuncio de dicho plan es la voluntad política que manifiesta, materializada en el compromiso de dotarlo del suficiente soporte financiero.

Al margen de la plusvalía propagandística que el plan implica, es evidente que las dificultades del tráfico urbano y del transporte, de compleja solución, no dejan de ser problemas cuantitativos. La coordinación de las distintas administraciones para solucionar los problemas a los ciudadanos es premisa ineludible que ahora parece haberse potenciado. Quizá se eche en faita un debate en ámbitos institucionales como el Congreso, pero también en foros cívicos, preferentemente empresariales, pues a nadie se le escapa su importancia económica y política.

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