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El amor sabio y adulto

La búsqueda ansiosa de amor, que puede ser hasta desesperada, descansa con el hallazgo de una criatura definitiva. Entonces "el aire se serena y se viste de hermosura y de luz no usada". Este encentro azaroso no es imposible, porque hay una regularidad objetiva de los fenómenos casuales, según ha demostrado la teoría de probabilidades, de Kolmogrorov. El amor maduro responde a una necesidad profunda, cuya satisfacción es largo tiempo esperada: "Hallaréis lo que buscáis", decía el poeta Robert Browning, cuando descubre a Elisabeth Berret leyendo sus Sonetos de la portuguesa. El amor adulto logra la concentración, siempre renovada, en un solo ser, terminando así la dispersión múltiple del joven inquieto.El amor maduro es un proceso arduo y difícil para descubrir al otro que amamos y poder abarcar su completa realidad. Y es por la sabiduría reflexiva del amor por lo que se logra una revelación recíproca. La comprensión entre ambos amantes es un resultado más fecundo. "El amor es conocimiento del tú por el yo", afirma Kierkegaard. Pero la comprensión mutua solamente puede lograrse si, por afinidad, nos transformamos en el ser amado y vivimos dentro de él. Sin embargo, esta armonía no puede existir a priori se crea por una entrega progresiva, realizándose así la identidad perfecta de los amantes: "Tú sólo puedes intercambiar amor con amor, confianza con confianza" (Marx), expresión de uno en el otro, hasta llegar a la desaparición de ambos en un ente nuevo, como pensaba Hegel. La unicidad amorosa está ligada siempre a la incertidumbre, al riesgo que corre el sujeto cuando la afirmación de sí, se realiza por la negación de sí mismo, contradicción que el entendimiento más sabio no puede resolver. En consecuencia, esta unidad amorosa es una conflictividad patética: si renacemos nuestro yo para identificarnos con el otro, nos subordinamos y esclavizamos a ese ser afín, próximo, pero en realidad ajeno. Claro está que se puede crear una armonía conservando cada cual sus diferencias, intelección salvadora que suele regir las relaciones del amor maduro. A diferencia del joven, perdido en sus laberintos interiores, el adulto, como sabe lo que quiere, encuentra el amor en la hora señalada y descubre al ser que ama tal como es, en sus afinidades y diferencias.

El deseo en el amor adulto es una potencia dominante, pero dirigida y concentrada en un único ser. Es quizá la realización de un antiguo sueño del inconsciente, de una búsqueda oscura e imprecisa, el fin de un viaje nocturno: "Desciendo del tren. Me asomo a un lago inmenso, el Wansee (Berlín), rodeado de bosques con árboles gigantes. Un deseo inmenso nacía al ver en desordenados grupos hombres y mujeres que se bañaban en el lago azul". Así, el deseo adulto es la concreción de un yo olvidado escondido, pero siempre vivo, latente, y su destino es la satisfacción completa mediante la fusión apretada, sólida, de un cuerpo. Esta forma de deseo puede constituirse en una realidad independiente, autónoma, y desgarrar la armoniosa comprensión que vivían los amantes dichosos, embebidos uno en el otro. Pero este deseo, una vez satisfecho, cae en desgana, inercia, un malestar íntimo al no poder colmarse totalmente en una sola persona ni tampoco en la posesión múltiple y variada. El placer, al cosificarse, reifica y obsesiona al ser adulto, pero no se deja invadir ni arrastrar por deseos múltiples, como el adolescente, y sabe encauzarlos adaptándose, como exigía Freud al principio de realidad.

En el amor adulto también puede surgir lo que llamaría su antinomia básica, al no poder aunar la pasión pura (el deseo) y el amor absoluto (absorción mutua). En este caso cabe iniciar un camino: profundizar el sentimiento e interiorizarlo hasta que se constituye, por la intensidad vivida, en pasión madura, serena, sin anhelos disparados ni ansias tormentosas. También se puede escoger otra posibilidad: desarrollar su pasión hasta la exaltación permanente de la presencia amada como sol vivificante, objetivando de esta forma adorativa el sentimiento, y proyectarlo hacia el mundo interior del otro. Pero en realidad son idealizaciones u horizontes abiertos a la contradicción básica que vive el amor adulto. Solamente los que han alcanzado la madurez del sentimiento amoroso pueden comprender los dilemas, antítesis y conflictos subyacentes en la armonía y comprensión que viven.

El gran drama del amor surge porque constituye una relación de individualidad a individualidad, de existencia a existencia, y aunque se logre la comprensión nadie se resigna a desaparecer en el amado. Cierto es que en el amor adulto la reciprocidad del sentimiento es resultado de descubrir una semejanza psíquica, siendo así que puedan situarse fácilmente uno en el otro. Pero también puede nacer de la oposición de temperamento y de carácter, que constituye un nexo de unión, porque estas diferencias completan a los amantes.

En esta somera reflexión no podemos olvidar la presencia del tercero en el amor: el sujeto puro que está siempre entre los amantes, pues éstos están convirtiéndose continua y progresivamente en objetos para sí mismos, es decir, presencia habitual, perdiéndose "el aura" de que habla Walter Benjamín, como reflejo del encanto mágico de cada persona. Entonces reaparece la necesidad del misterio de subjetividad, o sea, un personaje que atrae por su realidad oculta. Así el amor adulto se pierde en objetividad recíproca, en amistad necesaria, en comprensión inerte. La sorpresa y la gloria de la revelación de los años primeros se va disolviendo en la niebla de la cotidianidad. No obstante, si esta diafanidad de las presencias apaga el brillo mágico del descubrimiento recíproco, puede crear, por el diálogo profundo, palabra unitiva que resuelve todos los antagonismos, y es la raíz de una confianza plena.

En definitiva, el amor adulto es el único que puede permanecer en el tiempo, pese a sus conflictos y peligros internos. La verdadera sabiduría de este amor radica en saber y poder hacerlo subsistir, pese a las fisuras y heridas que se infligen los amantes. El sueño de eternidad del amor no es una ficción teológica, sino obra de la tenaz voluntad humana, es decir, una creación activa y progresiva del amor mismo.

Carlos Gurméndez es ensayista.

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