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El Madrid pierde la Recopa por su propia ceguera

Luis Gómez

El Real Madrid juega harto de perder batallas, hastiados sus jugadores de visitar el vestuario convertido en un rincón de plañideros. Y ese mismo hartazgo, transformado en codicia por cualquier victoria reivindicativa, es el origen de todo mal. El Real Madrid perdió la final de la Recopa sin mayor excusa que su propia ceguera que le inhabilitó para adoptar soluciones racionales. A estos jugadores sólo les queda la Liga para alimentar su encomiable, denodado, pero peligroso afán de gloria. El Knorr de Bolonia consiguió así su primer título europeo, su ventaja no radicó tanto en el factor local como en una disposición táctica mucho más paciente.El técnico George Karl lucha infructuosamente porque sus jugadores entiendan que la paciencia es una virtud y la estrategia un arma y que la solución de sus males no puede venir de golpe, por el mismo camino que llegaron las desgracias que han asolado la plantilla.

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Día a día, Karl trabaja en dotar a sus hombres de fundamentos básicos y en transmitirles un clima de sensatez, pero todo ese material salta hecho pedazos cuando el afán indiscriminado de victoria hace su aparición. La final de ayer fue una prueba contundente de ello: mientras el Real Madrid siguió la estrategia convenida, mantuvo el partido controlado; cuando apareció el deseo sanguinario de alcanzar la solución fácil, el esquema se diluyó espectacularmente.

Curiosamente, los jugadores madridistas fueron incapaces de darse cuenta, bien avanzado el segundo tiempo, de que la victoria era posible. Incluso, a pesar de algunas acciones individuales bien improvisadas, el saldo final fue ruinoso. Anderson jugó con arma de pívot, Antonio Martín trató de emular a un fino alero, y Villalobos se creyó por un momento investido por el destino de la responsabilidad de alcanzar la gloria. Rota toda idea de conjunto, los minutos finales representaron una dramática agonía para el Real Madrid, en la que el rival no hizo otra cosa que limitarse a esperar pacientemente a que el tiempo se agotase.

Toda idea de estrategia, mientras duró, redujo el partido a una idea muy simple, la acción indivual del alero americano Richardson, que estableció, merced a su capacidad de improvisación, las primeras diferencias interesantes en el marcador. El trabajo madridista en defensa se centró en anular, inicialmente, al tirador Bon y en controlar el rebote.

Y ambas intenciones se cumplieron perfectamente hasta que entró en escena el citado Richardson. Pero ése es el drama de todo diseño táctico porque los mapas y los esquemas no pueden imponerse fatalmente a la acción individual de los jugadores. Un hecho así convertíría al baloncesto en un mero ajedrez móvil.

Aun así, el empeño de Karl fracasó porque sus jugadores fueron desatendiendo sus consignas según la frustración abrió la puerta a su ansiedad.

Tras llegar al descanso en una situación incómoda pero no dramática (37-48), los madridistas se dispusieron en la reanudación a resolver por el método expeditivo que tanto les caracteriza últimamente. El Knorr aprovechó esta oportunidad para alcanzar su máxima ventaja (37-54), momento a partir del cual Anderson decidió unilateralmente convertirse en el impulsor de una remontada. El Madrid tardó más de cinco minutos, tras la reanudación, en encestar algún lanzamiento que no fuese un tiro libre. De una forma improvisada el Real Madrid llegó al minuto 34 con un marcador idóneo para intentar el asalto a la final (60-67). Pero ahí dio la sensación, nuevamente, de que los madridistas eran incapaces de racionalizar la situación.

Los seis minutos finales fueron la constatación de ello. Karl daba instrucciones, pero cada jugador actuaba poseído de un afán inagotable por resolver el partido. Se desaprovecharon puntuales oportunidades, se actuó en la ofensiva de forma impropia, desplazando los bases a los pívots o enviando los pases a cualquier punto insospechado. Sin racioncinio enfrente, el Knorr, curiosamente, se encontró sin rival cuando su posición empezaba a ser más débil, lesionado su cerebro, el base Brunamonti, desde el comienzo de la reanudación. Pero la ceguera de los madridistas convirtió esta circunstancia en un final aparentemente cómodo para los italianos que, rodeados de sus fieles en las inmediaciones de la cancha, esperaron, sorprendidos y eufóricos, a que la final acabase para celebrar su primer título europeo.

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