El castillo desencantado
La naturaleza del viajero es un compuesto químico de exaltación y melancolía. Cuando, sin más obligación que nuestra gana, emprendemos viaje a una ciudad desconocida o a un lugar ya visto sobre el que la memoria tiene intención de experimentar la justicia de sus sentencias, las emociones del descubrimiento y, en el segundo caso, las de la verificación o el desmentido son las que nos animan, nos conducen, nos mantienen despejados, nos devuelven cada noche al hotel con el dulce cansancio de los niños que han jugado mucho. Pero hay un rasgo melancólico en el viajero que -si es curioso y no limita su estancia en el país extraño a extraer de las piedras color para su tomavistas o a dar a su propia piel el tinte de un sol más benigno aflorará en una esquina doblada, en cada puerta cerrada a sus ojos, en cada rostro bellamente desconocido, en todas las palabras oídas en lenguas que no se pueden seguir. Es la melancolía del turista moderno, que, posibilitado por la rapidez del progreso a conocer cualquier rincón del mundo, por remoto que sea, tras unas pocas horas de avión y una fácil reserva de bed and breakfast, no suele entrar en contacto con el laborioso tejido de las existencias flotantes, con el trasluz de una cotidianidad vista como espectáculo, con el aliento y los humores de las personas que pueblan, como figuras de composición de un belén, el escenario de la visita.Estos días pasados, sin embargo, el viajero que ha elegido la segunda más bella ciudad de Europa en la categoría B-2,es decir, en el grupo de capitales con población que oscila en torno al millón de habitantes (pues el viajero engaña a veces con esas chiquilladas futbolísticas la hora taciturna del regreso al hotel, después del último paseo por la plaza central con sus remates barrocos y sus naturales saliendo, en parejas enamoradas, del concierto que allí prolifera), el visitante de Praga, quiero decir, tiene la suerte de poder corregir fácilmente esa segunda disposición suya, esa nostalgia de lo todavía no consciente que Bloch estudia en el terreno de las fuentes que dan vida, en la fantasía, a las obras de arte. La ciudad ofrece, junto a la suntuosidad de su decorado fijo, profundo de campo y de significados, junto a la alegría de un sol de invierno que calienta las aguas del Moldava lo bastante para que las gaviotas se bañen en el río a deshora, una vivacidad civil que contagia y arrastra al viajero, por esteticista o desalmado que éste sea.
Y eso que el viajero ya está advertido por la Prensa. Un fantasma joven recorre Europa del Este, haciendo correr en estampida al fantasma que ocupó tanto tiempo el Palacio de Invierno, y ustedes mismos, viajeros en casa de esta página, pueden pasar al apartado de Internacional y comprobarlo. Será quizá hoy la primacía de Polonia, o será Rumanía, o puede ser Albania. En la ocasión aquí descrita, el viajero llega a Praga desde la también muy hermosa Budapest (clasificada con el número 5 de la por tamaño superior categoría B1 en el juego de los amigos que se resisten a volver al hotel), y, si bien en esa capital de un país y un régimen anterior y considerablemente más abiertos, un escindido vendedor de reliquias marxista-leninistas que ofrece su mercancía junto a la plaza de los Héroes revela sin ser apenas preguntado un poso de resentimiento anticomunista que él se apresura a generalizar, la vida de la ciudad discurre en el limbo que el viajero melancólico conoce bien, una vez más tras el simulacro de las fachadas. Contribuye a ello en Budapest el boato de la ciudad nueva, Pest, con su paisaje historizante y a la vez futurista, en la definición de Claudio Magris, la mejor provisión de sus tiendas, el juego más limpio de los cambistas del mercado negro, que se ven a sí mismos como profesionales, de su mínimo lucro frente al de Praga, trapacero.
Llegar a Praga después de Budapest, confortable y serena, robusta e ilusoria, ofrece al turista ya un primer contraste en el aeropuerto checo: las hasta hace poco estrictas normas de cambio oficial y regulación de gastos parecen más que relajadas descuajaringadas por la mirada risueña de Vaclav Havel, que ocupa el cristal de todas las ventanas en salas de espera y vestíbulos. La impresión de apacible desorden, de descomposición y de descrédito general se verá reforzada cuando los viajeros entren en la ciudad y se topen, en el día justo del 21º aniversario de la autoinmolación de Jan Palach, con una multitud que, con esos años de retraso, le vela en la plaza de San Wenceslao. A partir de esa primera imagen de llegada, que hace al viajero partícipe, como sólo las grandes manifestaciones populares pueden, de una potente vibración ciudadana, todo será cercanía de lo político para el visitante de Praga. Como si la ciudad, adormecida durante casi 20 años, al decir de los que salen de la pesadilla, deparara al curioso y al despierto, sobre el lustre de sus mil monumentos, el reflejo de un rostro humano que está en condiciones de hablar.
Si hay una ciudad escénica -después, claro, de la que los juguetones eligieron como número 1/B-2, Venecia- es Praga, pero todos los signos de esa teatralidad confluyen hoy en el teatro de operaciones de la polis. Haciendo gala de su curiosidad estética, el viajero recorre con atención las calles de la Malá Strana, y después de ver el infinito juego de bambalinas del interior de la iglesia barroca de San Nicolás, que aplasta la plaza de la Ciudad Pequeña con su elevación hiperbólica, empieza a subir la cuesta de la calle Nerudova, con la intención de aprovechar la buena tarde en una visita al castillo. La subida está jalonada de antiguos palacios, pero de nuevo hay una superposición de cifras temporales, que le obliga a detenerse. Porque en esa calle empinada está la Embajada de Rumanía, y frente a ella, encima literalmente de ella, pancartas y velas encendidas y lienzos untados de rojo con el nombre de Timisoara acusan al tirano muerto y avisan a sus sucesores con mensajes de aplicación también interna.
Y sucede algo más. Los visitantes, que han visto por todos los rincones de la ciudad la foto de Havel con la leyenda que en forma de grito multitudinario llevó al escritor al cargo que hoy ocupa, "Havel na hrad" ("Havel al castillo"), salen parlanchines de la espléndida catedral de San Vito, que se alza como baluarte de referencia en el conjunto del barrio del Castillo, y se dan de bruces con Havel ya ocupante del castillo. Uno de los amigos, el más leído, le estaba señalando a su compañero de viaje que el castillo de Praga, durante muchos años residencia de políticos fantasmales depositarios de un poder tan nebuloso como implacable, bien pudo ser en ese tiempo la figuración exacta del castillo emblemático de Kafka -acababan de ver en el cercano callejón de los Orfebres la vivienda que en una época ocupó allí el escritor praguense. Interrumpido el amigo ocurrente en su discurso, repuestos ambos de la sorpresa, se suman al saludo caluroso que el presidente recibe de los que le ven alejarse hacia sus oficinas.
Estos viajeros no son especialmente mitómanos, ni han leido a Havel en profundidad, pero la informalidad de su séquito, su figura juvenil, sus ojos traviesos, sus andares chaplinescos, en la descripción de Garton Ash, les resultan más indicativos que las palabras que no llegan a cruzar. Fue justamente el dramaturgo quien, aun perseguido, en el discurso de agradecimiento a los fibreros alemanes que le habían concedido su anual Premio de la Paz, habló, dos meses antes de convertirse en señor del castillo, del peligro de encantamiento de las palabras, capaces de convertirse en armas arrojadizas, en porra contra los mismos que las pronuncian o las escuchan ajenos a su posible conjuro maléfico.
Desde los altos miradores del castillo la ciudad en el atardecer parece más encantada que nunca. Los viajeros se apresuran a bajar porque esa noche tienen entradas para el teatro. Y de nuevo un espectáculo que rebasa el libreto de la función. La revolución de noviembre en Praga se gestó y discurrió en los teatros, exactamente entre La Linterna Mágica, el teatro Realista y el teatro de la Balaustrada, escenario el último de los primeros y hasta hace días únicos estrenos de Havel; mientras los actores de Praga ejercían una huelga activa, de puertas afuera, el escritor, sus colegas de Carta 77 y el importante núcleo de los estudiantes salieron de las reuniones conspiratorias en los escenarios vacíos y camerinos de esas salas convencidos de que les habían correspondido papeles estelares en el drama feliz de inminente desenlace. Por ello, esa noche, reanudadas ya las representaciones de repertorio, flota en el patio de butacas y en el foyer, decorado con las fotos y boletines de los 10 días que bajo ese mismo techo cambiaron el curso del país, el espíritu de una teatralidad bigger than Iife, que supera la intensidad de la actuación sobre las tablas.
No les faltó a los viajeros en la jornada de despedida el coup de théâtre final. Cuando se encaminaban al hotel para recoger sus maletas, les llama la atención, en una céntrica calle peatonal próxima al teatro Nacional, una aglomeración silenciosa. Es la hora punta del último día laborable de la semana, y empinándose sobre las cabezas ven que la gente mira un televisor conectado en una tienda de electrónica. Lo mismo que pasaría, dirá unos de los amigos, en cualquier calle española un día de final de Liga. Pero infiltrándose más en el grupo de mirones pueden ver las imágenes transmitidas: un documental sobre la entrada de los tanques en 1968, que, informa un acompañante nativo, es la primera vez que enseña a los checos lo que pasó en aquellas jornadas. Se hace tarde para el avión. Pero aún reparará el más puntilloso de los dos en la casualidad de que la escena es muda; el comentario televisivo no se puede oír desde la calle, y sólo las imágenes producen su encantamiento al público. Definitivamente hay que irse. Entonces quieren los viajeros echar la última ojeada al castillo que domina la ciudad, y sobre el silencio de los quizá 200 transeúntes detenidos ante aquella representación muda de su propia historia, el leído le susurra al oído a su compañero el pasaje de la novela de Kafka en que por vez primera otro viajero exaltado y melancólico, K., oye hablar del castillo oculto por la bruma: "Esta aldea es propiedad del castillo; quien en ella vive o duerme, en cierto modo vive o duerme en el castillo".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.