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Tráfico de influencias y clientelismo político

Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona

Considera el articulista que para combatir el tráfico de influencias hay que comenzar por corregir los hábitos políticos del clientelismo y, simultáneamente la tipificación delictiva en un nuevo Código Penal.

Tras la galerna en el vaso de agua, el monte va a parir un ridículo ratón: al parecer todo quedará en el alumbramiento de un nuevo tipo delictivo el "tráfico punible de influencias" que añadirá más caos al presente estrago de nuestro Código Penal, verdadera reliquia ruinosa llena de muñones, de injertos secos, de cicatrices y de llagas.Todos decían que había que hacer algo, unos para acosar y derribar, otros para escabullirse, otros para salir en la foto y al final se ha decidido por unanimidad tomar el rábano por las hojas: hagamos una ley penal rápida, y si es posible confusa, creemos un nuevo delito para advertencia de navegantes, introduzcámoslo con calzador en el Código Penal y ¡ahí quede eso! para que lo apliquen los jueces como sepan, a excitación de los fiscales o de los ciudadanos que sientan afición al riesgo y se la jueguen de calumniadores. Por lo demás, asunto concluido, cerrado y archivado.

Con las hojas del rábano en la mano el problema quedará intacto, enraizado en la clandestinidad consentida de los nuestros como algo inevitable y cercado por la crítica farisaica de los ajenos, amenazantes perpetuos con tirar de la manta.

Desdichadamente el tráfico de influencias no desaparecerá con su penalización, ni con leyes-coartada o lois alibi, que dicen los franceses; tampoco será suficiente con pasarles la patata caliente a los jueces (que serán criticados tanto si absuelven como si condenan), ni implicar al Ministerio Fiscal (que a la postre depende del Gobierno, con toda la independencia funcional previa que se quiera), ni esperar que los ciudadanos ejerciten virtudes heroicas.

El tráfico de influencias existe hoy, como existió ayer y existirá mañana mientras se dé el caldo de cultivo del clientelismo. Pues no es, en su raíz, una cuestión puramente penal, sino en el fondo un problema cultural, ético-social y sobre todo político.

Nuestra cultura política -la realmente vivida, no la de los discursos- no está basada en la virtud ciudadana de sus principales protagonistas, sino en su capacidad de adhesión y de fidelidad inquebrantable a los nuestros (como en tiempos de Franco), de disciplina en la cohorte y de atención a las clientelas de cada quien. Es una cultura de vieja trayectoria caciquil en la que los nuestros y los próximos a los nuestros nos solicitan incansables favores, recomendaciones y protección, mientras nos ofrecen sumisión, devotio iberica, homenaje y votos. Algo, en suma, muy poco parecido a la cultura cívica que Almond y Verba predicaban de las democracias.

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Lo preocupante es que de los pequeños favores, el aprobado en el examen, el puesto en la oposición, la plaza de celador en el hospital o el subsidio de paro hemos venido a parar al disloque de la mordida y bocado en los contratos y adjudicaciones, de las recalificaciones millonarias de suelo, de los planes parciales ad hoc con misteriosos testaferros y de los asesores, gestores, intermediarios y comisionistas que pueden amasar fortunas en breve tiempo y de añadidura no pagar impuestos.

Lo nuevo es la fuerza expansiva del viejo caciquismo en modernas formas de cuello blanco, la optimización descarada del sistema de influencia y su perfecto acoplamiento con los mecanismos clientelísticos que perviven en nuestra reciente democracia, con sus Estas únicas oficiales en el seno de los partidos, sus oligárquicas leyes de bronce y el rechazo a toda crítica interna como desleal y traicionera.

Combatir el tráfico de influencias (como hubiera dicho un autor decirnonónico, hoy de capa bastante caída) sería, realmente, cambiar el sistema (de valores, precisaría yo) que lo hace posible. Y eso va mucho más allá de la persecución penal de los traficantes. En el tráfico no sólo hay traficantes. Hay también influyentes e influidos. Y hay sobre todofluidos invisibles, no siempre dinerarios, que van y vienen por vericuetos asombrosos.

Mientras el clientelismo, político erosione las administraciones públicas, debilite la posición de los funcionarios profesionales, asole la espontaneidad intema de los partidos, agoste y silencie la vida parlarnentaria, el tráfico de influencias gozará de buena salud y sorteará indemne cualquier tipo penal. No es el código lo que hay que modificar, de entrada, y menos parchear. Hay que empezar por corregir los hábitos políticos del clientelismo. Y simultáneamente que venga como guinda la tipificación delictiva, en el marco de un nuevo Código Penal. Pues en otro caso, cualquier acusación será tildada de linchamiento e importará más arrojar el espejo, que la cara.

es abogado y ex ministro de Educación y Ciencia.

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