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NECROLÓGICAS

Un adiós a Gianfranco Contini

Después de casi medio siglo de magisterio en Friburgo, Florencia y Pisa, Glanfranco Contini, ya septuagenario, se retiró a los altos del Piamonte, en Domodossola, donde había nacido y se había criado y donde vivió la esaltante aventura de la república partisana. Allí, hace unos días, le ha llegado la muerte, cuando acababa de cumplir los 78 años.Temo que el nombre de Contini no dirá demasiado a los lectores españoles. Si en verdad es así, será sólo una prueba de que el aldeanismo sigue siendo la mayor miseria intelectual del país. Sin embargo, cuando la literatura italiana está cerca de conocer un boom entre nosotros no sobrará recordar, como mínimo, que tras la consagración universal de Gadda, tras el Premio Nobel a Montale, tras el temprano prestigio del Pasolini sperimentale, está, y de manera decisiva, el ejercicio crítico de Gianfranco Contini.

Contini no era sólo, ni siquiera en primer término, un crítico militante, el interlocutor por excelencia de esos y otros grandes escritores de la Italia contemporánea. Romanista de pies a cabeza (es fama que hablaba todas las lenguas romances reconstruyéndolas paso a paso a partir de los paradigmas latinos), excepcional editor de textos (¡y qué textos, de los poetas del doscientos al Fiore, que él restituyó a Dante!), medievalista convicto y confeso, era una suma pocas veces repetida de perspicacia literaria y dominio absoluto de las técnicas más refinadas de la filología. Lo que le hacía invulnerable era justamente la convergencia de pasión y rigor, la increíble capacidad de ser a un tiempo descriptivo y prescriptivo.

No tuvo quizá Contini una teoría ni un método distintivos, pero prefirió que en cada caso se los dieran los datos singulares del texto. La literatura le interesaba en especial como tensión, nel suo fare, como "un quehacer perennemente móvil y no acabable, del que el poema histórico representa sólo una fase posible, de hecho gratuita, no necesariamente la última". Ponía una infinita atención en el detalle formal, pero no le parecía de valor si no iba más allá de la forma, si no resultaba significativo en el contexto próximo y remoto del autor, en el ánimo del lector y en el fluir de la historia que corre del uno al otro. Entender y apreciar una página era para él ver cómo casaban todas esas piezas.

Las etapas de semejante búsqueda las contaba en un estilo espléndido, ciertamente complejo, pero por ello mismo más revelador a la postre. No hay razón -pensaba- para que un estudioso escriba peor que un creador. Críticos y lingüistas tienden hoy a infligirnos un lenguaje ratonero, con la insufrible soberbia de suponer que sus lucubraciones valen tanto en sí mismas que una cierta elegancia en el decir no podría sino debilitarlas. Con los escritores sobre quienes discurría, Contini tuvo siempre el respeto y la decencia de gastar una prosa no indigna de ellos.

En la familia del maestro había una vaga leyenda de descender de marranos españoles, unos hipotéticos Contino judíos escapados a Italia. En todo caso, Contini nunca dejó de mirar con amor y curiosidad a la otra Península: tanto, como para ser pionero en la consideración estructural de la fonología española, publicar los versos castellanos del barcelonés Benet Garret (en Nápoles, il Cariteo) o hacer sagaces acotaciones a Luis Buñuel. Sin sentar plaza de hispanista (Dios sea loado), no quiso perder de vista las cosas de España, y fue uno de los hombres de letras de su generación que más tenazmente llamaron a no olvidarlas en el riquísimo marco europeo que a él le era propio. Bastaría para probarlo el reproche apenas velado que le dirigió al gran Roman Jakobson al comprobar que el español era la única delle grandi lingue di cultura ausente (no inquiramos por qué) en Poetry of Grammar. Junto a las despedidas que "en este trago" se le dedican en tantos lugares, no debe faltarle un adiós desde España.

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