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Simplificar las cuestiones

Escribía Ortega que en las alturas españolas se padecía "el grave error de creer que la única política sagaz consiste en simplificar las cuestiones y evitar todo lo que pueda dar lugar a contiendas, discrepancias, horas críticas y oleaje social". No parece que, a este respecto, los tiempos hayan cambiado mucho. Las alturas españolas, que son hoy socialistas, han dado muestras en los últimos años de suma sagacidad, pero parecen creer que simplificar las cuestiones es el mejor camino para evitar contiendas y discrepancias: cada vez que ha sonado una hora crítica, su máximo dirigente ha blandido, para calmar el oleaje, la amenaza de dimisión.Tal vez esta propensión a dimitir obedezca a los resultados espectaculares que el artilugio le ha proporcionado en el seno de su partido. Cuando los vilipendiados marxistas de la pipa y de la trenca pretendieron abrir un debate sobre el marxismo, Felipe González no encontró mejor vía para salir del alboroto que presentar la dimisión. Conspicuos socialistas, poco dados al culto de la personalidad, e incluso muy críticos luego del aparato de poder que con sus mismos clamores engendraron aquel día, se olvidaron del marxismo y en su lugar gritaron sincopadamente: "Fe-li-pe, Fe-li-pe". Habían simplificado, también ellos, la cuestión y consagrado un tipo de liderazgo carismático no tan inusual en la política española, especialmente en los períodos que siguen a grandes combustiones de energía social: buscar en una persona la estabilidad que no pueden dar unas instituciones.

Tal forma de liderazgo ha producido en los últimos años frutos nada desdeñables: los socialistas accedieron al Gobierno en horas de fuerte incertidumbre para el futuro del Estado y, tras consolidar y estabilizar la democracia, pueden presentarse hasta hoy mismo como un partido compacto, sin grietas profundas en su fábrica. En un sistema político como el español, caracterizado desde el origen de los partidos por tendencias fraccionales que han terminado por paralizar o debilitar al Estado, éste es un éxito sin precedente, sobre todo si se tiene en cuenta que las escisiones en el seno del propio partido socialista han sido, al menos en una ocasión decisiva, causa profunda de perturbación y desastre para la democracia española.

Pero todo éxito tiene un precio y el que se ha debido pagar por éste es quizá más elevado de lo que la razón política habría exigido, pues ha sido nada menos que la carencia de posibilidades reales de renovación interna y de formulación de políticas altemativas. Precisamente porque la unidad del partido no se ha creado en torno a una ideología, ni siquiera a una política, sino a un carisma, su mantenimiento depende estructuralmente de la persona que lo posee, o de esa doble persona que es hoy González / Guerra. Ambos lo saben mejor que nadie, ya que el sistema de dirección por el que optaron al cerrar tan brillantemente la algarada sobre el marxismo entrañaba, como condición sustancial, que nadie pudiera elevarse sobre una base propia dentro del partido y presentar algún día una alternativa a su política, una diferente definición de objetivos, otras propuestas nucleadas en torno a diferentes personas, en posesión todas ellas de idéntica legitimidad.

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Así, para el partido, el proceso que condujo a la afirmación del carisma personal ha bloqueado la posibilidad estructural de que surja ninguna alternativa coherente, no ya de personas, sino ni siquiera de políticas. Ha bloqueado también las vías para que alguien con poder real dentro del partido pueda abrir un debate en torno a ninguna cuestión relevante. Nadie puede discutir desde dentro la dirección actual, no ya por razones de moralidad, ética o eficacia política, sino más sencillamente por cuestiones organizativas. González y Guerra no sólo pueden perpetuar en la secretaría general de su partido un idéntico estilo de ejercicio del poder, mezcla del carisma del primero y la rutina del segundo, sino que por el tipo de organización y de liderazgo creado en 1979 están condenados a hacerlo.

De ahí que, tras la dispersión y parálisis de las corrientes de izquierda, la posibilidad objetiva de que se discutiera su política y, por el tamiz de ella, su mismo liderazgo sobre el conjunto del socialismo español haya radicado fuera de la estructura partidaria. Fue en el sindicato donde surgió la única oposición política interna que ha debido afrontar el equipo dirigente. Y en ese mismo momento las alturas socialistas tendieron a simplificar de nuevo las cuestiones y retornaron al argumento que había cerrado con tan singular éxito la crisis abierta por la definición marxista del partido. Felipe González, se dijo, está cansado y puede irse cualquier día.

El problema es que ese tipo de dirección carismática y la amenaza de orfandad a ella inherente -no menos funcional ni legítima que cualquier otro cuando se trata de un partido- comienzan a afectar seriamente al Gobierno del Estado. En los últimos años, González ha esgrimido ya en varias ocasiones su amenaza de dimisión por cuestiones por completo ajenas al desenvolvimiento normal de las instituciones democráticas y siempre con la pretensión de cerrar discrepancias o ahogar debates que no afectan en primer lugar a su partido, sino al propio Estado. De la OTAN al último, viejo y vulgar caso de trapacería política que ha dado la medida exacta de la estima en que los socialistas tienen al Parlamento, la dimisión condicionada -"dimitiré si..."- ha planeado no ya sobre la organización de su partido, sino sobre las instituciones del Estado.

Consolidar y estabilizar la democracia es, a falta de mejores servicios públicos, el mayor logro que los socialistas gustan de esgrimir como resultado de su presencia en el Gobierno. Pero esta permanente advertencia de dimisión que los atónitos oídos de los españoles deben escuchar cada vez que se levanta algún oleaje social o alguna controversia política es la paladina negación del presunto éxito, pues precaria sería, en efecto, la estabilidad de que se presume si todo viniera a depender de que un determinado presidente de Gobierno permaneciera o no en su puesto.

Santos Juliá es catedrático de Historia de la UNED.

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