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La justicia y el 'caso Guerra'

La fulgurante, pero parece que resistible, ascensión económica del hermano del vicepresidente del Gobierno ha suscitado en ambientes parlamentarios una explosión de manifestaciones de confianza en la Administración de justicia que podrían considerarse saludables si no fuera porque resultan claramente sospechosas de falta de sinceridad, en vista de su carencia de fundamento. Ni aun cuando tuvieran como referente la justicia que algunos optimistas ya dan en calificar de reformada. A menos que, en este caso, no pocos de quienes exteriorizan tales actitudes estuvieran dispuestos a reconocer que la pretensión de depurar la conducta posiblemente delictiva de algunos miembros de las fuerzas de seguridad no tiene por qué ser "terrorismo psicológico", como se dijo no hace tanto; o que investigar el destino quizá penalmente relevante dado a fondos públicos es un simple y difícil deber de oficio.Si hay algún campo del abrupto territorio judicial a cuyo propósito podría hablarse de ineficacia en el más pleno sentido de la palabra, es precisamente el que tiene que ver con la represión de la delincuencia de los negocios. Y ello, como sería bien fácil comprobar, tanto por razones de derecho sustantivo como de carácter instrumental. La cosa es así no sólo porqué el que opera en esa área de ilegalidad lo hace desde posiciones que suelen ser cuando menos de poder económico, sino también porque el propio sistema demanda de sus mismos agentes conductas que unas veces precisan eludir la propia legalidad, ya bastante flexible, y otras encuentran en el derecho privado zonas francas de impunidad frente al para ellos siempre tenue acoso del derecho público sancionador.

A este respecto no hay quizá nada tan escandaloso en el vasto mundo de lo jurídico como el llamativo retraso y la escasa plasticidad con que los tipos delictivos captan el perfil de algunos actos supuestamente merecedores de persecución. Naturalmente, sobre todo a partir del momento en que aquéllos, por razones obvias, están destinados a incidir en los niveles superiores de renta. Ni hay nada tan naïf como un juez español (hoy tal vez un fiscal) haciendo frente a la delincuencia de cuello blanco con un texto legal y un bolígrafo por todo bagaje.

¿Quizá no se ha tenido esto en cuenta por quienes ahora apelan confiados a la instancia judicial? La verdad es que, aunque no hubiera otros datos, parece que sería injusto atribuirles semejante falta de sentido de la realidad. Máxime cuando, como les consta, porque es notorio, el tráfico de influencias carece en este momento de reflejo en el Código Penal. Pero, por suerte, la portavoz del Gobierno, con su reciente expresiva apelación a la solidaridad de "toda la clase política" -¿frente al enemigo exterior?- ha despejado cualquier duda: la confianza es para la ineficacia de la justicia. Ese particular "servicio político" en que muchas veces consiste su aportación, al sugestivo decir de Miguel Ángel Aparicio.

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Es cierto que el objetivo interés público de un tema no justifica sin más cualquier postura frente al mismo, ni todo tratamiento informativo que pueda dispensársele. Y que el derecho a la presunción de inocencia no tiene por qué detenerse en el umbral de la eventual responsabilidad política. Pero pretender para el caso que nos ocupa el silencio de los medios de información, la omertá complaciente de los políticos y la reconocida incapacidad operativa de la justicia por toda respuesta, es algo que va contra la más elemental lógica democrática.

La historia ha demostrado con bastante claridad que entre el acceso al poder económico o entre éste y el poder político -y ahora parece que dentro de cualquiera de los modelos experimentados- hay sinuosas continuidades y confluencias mucho más que casuales. Y en ambos una tendencia equivalente a sustraer sus intimidades a todo tipo de control y a la luz.

Desconocer esa realidad tratando de propiciar una visión escindida y mistificante de la misma: al juez lo que debiera ser del juez, y lo político para nadie, porque no existe, es un acto de mala prestidigitación, inadmisible. Y más cuando, como ahora sucede, podría estarse brindando comprensión en Barcelona para recibir comprensión en Madrid.

Negar a la institución parlamentaria no sé si capacidad o legitimidad para convertirse en mecanismo de autodepuración de la vida política y de aportación de transparencia y credibilidad al ejercicio del poder por el solo hecho de gestionarlo actualmente es no sólo contribuir de forma eficiente al definitivo empobrecimiento de aquélla, sino perder la oportunidad de exigir un día semejante, cuando puedan ser otros quienes lo ocupen. Y lo que, si no es más importante sí es más triste: hacer posible que la derecha de siempre, maestra en el arte de rendir funcional la política a la economía (econosuya, como en el chiste) pueda dar ahora lecciones de angelismo empresarial y de pureza democrática.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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