El futuro como regreso
Tuve una primera alarma en un congreso internacional celebrado en Lisboa el pasado noviembre, en torno a la juventud europea y la cultura. En mi intervención señalé el peligro de que un cierto totalitarismo moral -de inspiración teocrática, étnica, médica o lo que fuere- venga a sustituir a las antiguas cruzadas de signo político, hoy en decadencia a causa de la deserción masiva del peligro rojo. Por cierto, que la justificación de la invasión de Panamá por ser Noriega narcotraficante, promulgada por Estados Unidos y comulgada por los países europeos, con la esta vez afortunada excepción de España, ha venido a confirmar demasiado pronto los temores allí apuntados. Pues bien, en Lisboa algunos de los jóvenes llegados de países del efervescente Este de Europa no se mostraron nada partidarios de evitar el integrismo moral: me dijeron que había que recuperar los principios inamovibles de la ética cristiana, por cuyo olvido progresista se habían visto durante tantos años sometidos a la dictadura estalinista. Entonces comencé a darme cuenta de un importante malentendido, cuyo alcance para la Europa ilustrada y laica aún es difícil de calibrar pero que, desde luego, va a plantear un reto nada desdeñable en los próximos años. El artículo Europa, publicado en este mismo diario por Adam Michnik (27 de diciembre de 1989), me parece una muestra tan acabada del mismo que urge intentar una respuesta inicial de lo que sin duda será largo debate.Para Adam Michnik, distinguido líder intelectual de la lucha antitotalitaria en Polonia, elegido europeo del año por una serie de medios de comunicación europeos, la rebelión contra "la violencia, el odio y la mentira", que caracterizan al orden totalitario, es el retorno a los valores religiosos. De hecho, tales valores ya están, según él, implícitos en la actuación de los principales resistentes contra el estalinismo, tanto tiempo impuesto: ¿cómo, si no, se explicaría la abnegada obstinación de Sajarov, al que califica de santo del siglo XX; de Janos Kis o de Vaclav Havel? Aunque nunca se hayan proclamado religiosos, tales hombres, en su desprecio del bienestar dócil y del privilegio, en su combate por la libertad política, son testimonios de un cierto misterio. "Sin la referencia a cualquier misterio, su comportamiento resulta incomprensible", dice Michnik. "Porque vivir de esa manera es como creer en un principio primero, en unos valores absolutos, no relativos, eternos". Dejemos de lado, por el momento, el misterio no percibido por Michnik y por tanto no elucidado: a saber, cómo gracias a cualquier misterio pueda llegar a volverse comprensible lo incomprensible.
No ignora Michnik que este retorno de lo religioso y el auge del catolicismo, sobre todo en Polonia, puede despertar recelos en otros países europeos más definitivamente secularizados. Por otro lado, es evidente que hay un componente reaccionario, ultranacionalista, xenófobo y hasta antisemita en esta recuperación de Dios, un Dios que también apoya el odio, la mentira y la intolerancia, como los tiranos recién derrocados. Precisamente, Michnik atribuye la creencia en semejante divinidad a la corrupción introducida por el totalitarismo incluso en sus adversarios. Pero nos tranquiliza, hay otra cara en el catolicismo polaco, la de los creyentes en un Dios de misericordia y no violencia, la de los fieles a Juan Pablo II, apóstol de los derechos humanos. Y desde tal catolicismo, aprendido en las homilías papales, se aprestan Michnik y los suyos a colaborar con la Europa fundada sobre los valores democráticos y cristianos.
Me temo que estas precisiones no logren disipar las aprensiones de algunos laicos impenitentes, como un servidor. Al contrario, las agravan. Comprendo que polacos y checos estén particularmente agradecidos a la Iglesia católica por su ayuda en la tarea de librarse de la dictadura comunista, y admito que redescubran el mítico placer de comulgar fervorosamente, pero, por favor, que no sea con ruedas de molino. El componente de odio, mentira, violencia, nacionalismo e intolerancia no es una corrupción introducida por el totalitarismo en la religión católica; al contrario, es una corrupción aportada por la mentalidad católica a la organización total del Estado, de la que derivan los colectivismos burocráticos. A lo largo de la historia, la Iglesia nunca se ha caracterizado por su afán de liberar a nadie del poder, sino por su habilidad para ejercerlo; no ha favorecido el pluralismo, la disidencia razonada ni la tolerancia, sino que las ha perseguido y castigado. Un repaso al educativo estudio de Gonzalo Puente-Ojea, Imperium crucis, recientemente aparecido, puede ilustrar sobre las incidencias de esta trayectoria. Los valores democráticos y los valores cristianos no siempre se han coordinado armoniosamente en Europa, y muchas veces los primeros han tenido que abrirse paso contra la institucionalización eclesial de los segundos. En cuanto a Juan Pablo II, no le quiere todo el mundo: lejos de ser un adalid de los derechos humanos, es un predicador constante contra libertades elementales, como el divorcio, el aborto y el uso de contraconceptivos (este último sonsonete es en los países desarrollados simplemente ridículo, pero en los del Tercer Mundo resulta, sin rodeos, criminal); ha llegado
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a solicitar la supresión de las leyes trabajosamente conseguidas que aproximan el trato jurídico entre matrimonios y parejas no casadas, y su celo antidictatorial no es precisamente igual cuando se trata de enfrentarse a tiranías de derechas que a las de izquierdas, como bien ha demostrado en Latinoamérica. Por muchas pegas retrospectivas que se le puedan poner a la Revolución Francesa, considerar dos siglos después que el mejor representante de los derechos del hombre en la tierra es el Sumo Pontífice resulta algo duro de digerir.
¿Cómo ha podido llegarse a una concepción tan aberrante como la de este europeo del año, incapaz de comprender que una persona pueda defender su dignidad de ciudadano libre contra los totalitarismos, pese a coacciones y peligros, sin necesidad de especial inspiración divina? Sin duda, tiene parte de culpa la complicidad de la mayoría de la intelectualidad progresista y rebelde con las aberraciones promovidas por Lenin y Stalin. ¡Cuántos volvían de sus vacaciones en Rumanía o la URSS diciendo que aquello era una "experiencia muy interesante, aunque con dificultades, y que la población aceptaba de buen grado la sumisión que se le imponía porque no tenían ansia de libertades formales y de vil consumo, como los burgueses capitalistas! ¡Pero si hace poco se aseguraba que el Congreso de Intelectuales de Valencia había traicionado al que tuvo lugar medio siglo antes, porque en él se había denunciado demasiado el estalinismo y poco el imperialismo yanqui! ¡Pero si todavía hoy una tímida carta pidiendo elecciones en Cuba despierta reacciones furibundas entre los progresistas y acusaciones de pertenecer a la CIA! No es raro que, ante tales herederos de la Ilustración, los europeos avasallados del Este prefieran al sustituto de Inocencio III y crean en lo milagroso cuando ven un intelectual que aúna el coraje y el sentido común. Por otra parte, las sofisticadas paparruchas sobre la muerte del sujeto, el fin del individuo y la arrebatada indefensión de cada quisque ante el sucederse automático de las epistemes o el fluir de los esquizos ha convertido en ingenuidad y ñoñería cualquier intento de ética autónoma, por lo que todo el campo moral queda administrado exclusivamente por los creyentes convencionales en la heteronomía religiosa. A Sajarov no le queda más remedio que ser un farsante retrógrado o un santo.
Para muchos de los países que ahora empiezan a recuperar la democracia, la modernización no ha tenido otro rostro que el muy patibulario del comunismo: ¿es raro que se vuelvan antimodernos y que busquen en leyendas medievales la justificación de los derechos y libertades de los que se vieron privados por los seguidores burocráticos de la ciencia marxista? Si no han oído hablar de intemacionalismo más que a los beneficiarios del imperialismo soviético, ¿no es explicable que se sientan peligrosamente nacionalistas? Por otro lado, quienes buscan la unanimidad moral conservadora en un mundo complejo, ya no simplificado en dos nítidos bloques antagónicos, no desdeñan este retorno a los paternalismos religiosos autoritarios. Y los ex izquierdistas, con el resoplido de desdén ante lo real, que no abandonan desde hace 20 años, buscan ángeles nuevos en el legado de Heidegger o de algún místico judeo-alemán: todo antes que condescender a la vulgaridad democrática y a la americanización del mundo. Sigue faltando la reflexión ética y civil no mesiánica, sigue urgiendo el humanismo democrático y laico para fines de este siglo, que, como todos, ha resultado atroz.
es catedrático de Ética en la universidad del País Vasco.
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