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Reforma electoral

En otro orden de cosas, hacer triunfar una moción de censura, con un candidato alternativo a la presidencia del Gobierno, es complicado. Tampoco es fácil que ese tipo de mociones prosperen en las comunidades autónomas, aunque tengamos a la vista algún ejemplo reciente. En las instituciones representativas del Estado y de las comunidades autónomas el peso de las ideologías es más fuerte que en las corporaciones locales, y las consecuencias de un alineamiento político -de los pactos y alianzas entre distintas fuerzas para formar o sostener una nueva mayoría-, mucho más trascendentes. Además, el presidente del Gobierno y algunos presidentes de Gobiernos autónomos tienen la facultad de disolver las Cámaras y convocar nuevas elecciones, apelando al electorado para resolver cualquier crisis de estabilidad gubernativa. Un alcalde que gobierne o quede en minoría está sometido también a una posible moción de censura, pero no puede disolver la corporación, para que se celebren nuevas elecciones. Y no sería acertado conferirle esta facultad, pues en tal caso probablemente tendríamos elecciones en uno o en varios municipios casi todos los meses.Sólo en los grandes municipios -dicho sea en términos generales- el sistema real de representación, la estructura de partidos y la dinámica de la vida política se asemejan relativamente a los del Estado o a los de las comunidades autónomas. Pero tampoco en ellos el modelo de relaciones institucionales entre los órganos ejecutivos y el órgano deliberante y de control, es decir, entre el alcalde y su Comisión de Gobierno y el Pleno del Ayuntamiento, se funda en el mismo equilibrio de poderes y facultades.

No es imprescindible que la legislación de régimen local reproduzca un esquema de representación y una forma,de gobierno semejantes al del Estado y de las comunidades autónomas. Es evidente que también la autonomía municipal tiene una dimensión política. La distribución del presupuesto municipal, la planificación urbanística, la ordenación del tráfico y las redes de transporte público y, en general, la dirección de los servicios locales es susceptible de flindarse en orientaciones diferentes según el criterio de unos u otros grupos políticos. El municipio es, por esencia, entidad política, y no simple organismo administrativo. Por eso, en atención al principio del pluralismo político, las formaciones que cuenten con un respaldo significativo entre los vecinos deben tener presencia en el Ayuntamiento. Pero ello no significa que la representación de cada una deba ser exacta o casi exactamente proporcional al número de sufragios que haya obtenido, ni necesariamente ese porcentaje de voto debe traducirse en una capacidad correlativa de cada partido o agrupación electoral para condicionar la formación de los equipos de gobierno, para mantener o, derribar alcaldes. Sobre todo si es a costa de la continuidad de la gestión administrativa, como está ocurriendo en muchos sitios. Porque el interés.en el correcto funcionamiento de las Administraciones municipales no puede quedar relegado a un plano secundario. Sin perjuicio de su naturaleza política, el Ayuntamiento es una administración pública que debe prestar determinados servicios en ejecución de las leyes estatales y autonómicas. De hecho, cuanto más pequeño es el municipio, el margen de decisión autónoma para llevar a cabo políticas alternativas es más reducido, porque de lo que se trata es, ante todo, de gestionar una serie de servicios esenciales, por imperativo legal. Esos servicios deben prestarse con la mayor eficacia posible. Pero para eso es condición necesaria, aunque no suficiente, una cierta estabilidad gubernativa. Habida cuenta de la situación actual, una reforma legal que persiga afianzar la estabilidad de los Gobiernos locales, sin menoscabo de los principios de la democracia representativa, está plenamente justificada.

Elección directa

La reforma puede adoptar diversas fórmulas. Por ejemplo, y sin pretensión alguna de exhaustividad, se puede proponer la elección directa del alcalde, bien separando la elección de lo candidatos a la alcaldía (y, si acaso, de sus respectivos suplentes) de la elección de los concejales, bien, determinando legalmente que el alcalde sea el cabeza de la lista más votada (si acaso, cuando reúna al menos una tercera o una cuarta parte de los votos válidos expresados). Pero entonces sería necesario modificar también la distribución de competencias entre el alcalde y el Pleno del Ayuntamiento, para evitar que éste pueda adoptar actitudes obstruccionistas de la función de aquél. A no ser que se opte por asignar automáticamente la mayoría absoluta de los concejales a la lista más votada (si acaso, cuando reúna un cierto porcentaje mínimo de sufragios). Cualquiera de estos sistemas no evita el peligro de inestabilidad que supone el transfuguismo político de los concejales. Pero este riesgo se puede reducir también mediante fórmulas legales que no sean contrarías a laConstitución y a la actual jurisprudencia del tribunal Constitucional. O simplemente se puede limitar el planteamiento de la moción de censura contra el alcalde a ciertos supuestos tasados. Así, por ejemplo, cuando el alcalde -no cualquier concejal- abandone el partido o agrupación en cuya lista fue elegido. O también en caso de que el alcalde incumpla gravemente sus obligaciones legales, lo que podría verificarse previamente por la autoridad judicial a través de un procedimiento sumario.

Tampoco sería inoportuno arbitrar fórmulas diferentes de elección y gobierno para los distintos tipos de municipios, según su. dimensión demográfica, tal como sucede en otros países europeos. Ninguna norma o principio jurídico impide dispensar un trato legal diferente a situaciones que, tanto desde el punto de vista político como administrativo, son manifiestamente desiguales. Por el contrario, establecer el mismo sistema de representación y gobierno para los pequeños municipios rurales y las grandes urbes metropolitanas no tiene mucho sentido.

De cualquier forma, toda propuesta de solución que pretenda reforzar la estabilidad de los Gobiernos municipales, aunque no sea radical, significa, o bien consolidar un cierto presidencialismo del alcalde, o bien incrementar el peso político de la lista más votada en cada corporación. Esta pretensión no es desacertada. Menos aún es antidemocrática. ¿Quién se atrevería a afirmar que el modelo de gobierno local inglés, francés o alemán es menos democrático que el nuestro?

Ahora bien, reforzar la estabilidad gubernativa no supone -no debe suponer- reducir el papel de los concejales de la oposición a figuras decorativas. Todo lo contrario. Si es preciso asegurar aquella estabilidad, también lo es -y mucho- facilitar a las minorías el ejercicio de su función de control. La vida política municipal, como, en general, toda nuestra vida institucional pública, adolece de un notorio déficit de transparencia, de falta de control político (por no hablar ahora de otros tipos de control). Este problema es tan serio como el de la estabilidad de los Gobiernos para una, democracia aún joven, que ha de ir perfeccionándose.

Seguridad

Pues bien, si lo que pretende -muy justificadamente- es impedir la sucesión de crisis de Gobiernos municipales, entre una elección y otra, no está de más tampoco ampliar el control puntual, concreto, de la acción del alcalde y su equipo de gobierno -de la gestión administrativa municipal, en suma- mediante instrumentos distintos a la moción de censura. Bien está que el alcalde o el partido más votado en un municipio tenga la seguridad de que durante los cuatro años de su mandato nadie puede segarle la hierba bajo los pies. Pero esta seguridad no debe traducirse en descontrol. Debe tener el contrapeso del control eficaz de unas minorías dotadas de derechos de información, investigación, impugnación y crítica; en medida suficiente y superior a la que actualmente existe. Porque si el alcalde debe poder gobernar, la oposición debe poder controlar.

Estabilidad gubernativa y control político constituyen un binomio inescindible en el sistema de democracia representativa. Reforzar uno y otro factor, de manera equilibrada, no puede ser sino beneficioso para el ciudadano, que, aparte de elector y contribuyente, es el destinatario de la acción política.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo en la universidad de Barcelona.

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