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Tribuna
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Árbitros

Muerto el rumano y la bicha en Miami, el año prometía ser muy aburrido. Suerte que nos salió un árbitro peleón y tarjetero para animar los corros y emborronar portadas. A los árbitros siempre se les conoce por sus dos apellidos, todo un detalle de los medios de comunicación para que el público pueda acordarse del padre del árbitro, pero también de la madre, a la que se supone llorosa e inquieta viendo a su hijo cabalgando por el televisor con un silbato en el corazón. La piel de esos antiliéroes modernos está revestida de una paciencia antiadherente por la que resbalan los más pringosos insultos de las multitudes sin rostro. A veces el árbitro se equivoca, y sólo entonces se admite que es humano. Tal vez el único humano entre las máquinas de ganar y los consumidores del esfuerzo ajeno. Los colegiados, en realidad, deberían ir vestidos con una larga túnica ateniense y en la mano un farol encendido para encontrar las líneas del penalti y los límites de la irracionalidad de la especie.En esas figuras desoladas del gran belén deportivo se condensa la tragedia del hombre en busca de la verdad. A esos vacilantes filósofos del juego no se les permite el suave masaje de la duda. Están ahí para demostrar la cuadratura del balón y disponen de un brevísimo instante para decidir la alegría o la decepción de millones de personas. Salen al campo con la humildad del monaguillo, pero con los poderes de Dios. De tanto hacer la historia con sus ojos, les sobrevienen extrañas cegueras en el área hasta que el rugido de las masas les convierte en ángeles con espadas de cartón rojo o amarillo. A veces interrumpen el juego y hacen como si garabatearan en los papeles de la libreta del bosillo posterior. ¿Escriben entonces sus errores no reconocidos? ¿Sus últimas voluntades ante el odio germinado de los estadios? ¿O tal vez sólo son sumas y restas para concluir que por unos cuantos duros no merece la pena buscar un poco de verdad entre la farsa?

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