Los recuerdos de un compositor
Aunque mi oído es algo romo y escasa mi capacidad de imaginación musical, me ha gustado siempre tratar de desentrañar las ideas y motivos sonoros buscados por un compositor e intentar saber qué quiere decir con su partitura. Y como para tener una respuesta hay que preguntar previamente, quizá por ello cuento entre mis mejores amigos con valiosas figuras de este divino oficio. Cristóbal Halffter, por ejemplo, en quien he percibido con máxima pureza en, qué consiste eso de la vocación auténtica. Manuel Valls, compositor de amplio espectro, autor de varios libros sobre música -entre ellos uno espléndido sobre La música en el abrazo de Eros- y a quien dediqué un réquiem en este mismo periódico cuando murió, joven aún, hace pocos años. Y Xavier Montsalvatge, que, después de hacernos creer que iba para violinista, se convirtió en uno de los compositores contemporáneos más importantes y ocurrentes no sólo de su amada Cataluña y del resto de España, sino de todo el orbe hispánico. Los tres, por cierto, han demostrado buena disposición también para la pluma: Halffter busca en sus escritos las profundidades metafísicas de la música; Valls fue crítico musical de es le periódico, y Montsalvatge ha llevado durante muchos años la rúbrica musical de La Vanguardia y de aquella revista, Destino, que fue un fanal de libertad en la larga noche de la dictadura, hasta que acabara con ella la censura.Como yo creo cierta la teoría de las generaciones, tan discutida como malentendida -y que no es momento de reiterar aquí-, siento claramente que Montsalvatge y yo pertenecemos a la misma generación, aunque él naciera en 1912, y yo, cuatro años después. Ambos tenemos una concepción de la vida y una estimativa semejantes. Ambos hemos vivido la increíble transformación vertiginosa del mundo y de nuestras tierras desde una España rural y adormecida hasta una España en desarrollo que se ha llevado por delante no pocas cosas y costumbres -unas, buenas; otras, malas- que parecían inconmovibles. Ambos hemos vivido el estruendo, los peligros y la desolación de la guerra civil, y sufrido la rudeza, la espera y la fatiga de una doble posguerra. Este compartir un grupo de individuos unas vivencias similares en una misma etapa de sus vidas -sea de formación, de apogeo o decadencia- es justamente lo que define una generación y su ámbito temporal. Todas esas experiencias comunes nos hacen mirar el mundo a Montsalvatge y a mí con circunspección, con cautela, pues hemos visto las vueltas que da súbitamente y cómo se desmoronan muchas torres soberbias. Esto no produce necesariamente melancolía ni nostalgia, porque el pasado no fue siempre ni en todo mejor o más interesante que el ahora, pero sí lleva a tener una visión de la vida entre escéptica y esperanzada: escéptica, porque tantas ilusiones y esfuerzos se pierden o se esfuman; esperanzada, porque también en ocasiones se logran algunas. Pero esta sintonía que hay entre la vida del gran compositor y la mía no significa en ningún momento que me compare con él. Montsalvatge es un creador, y yo, un simple observador de la naturaleza humana. Ahora, Montsalvatge nos da unos Papeles autobiográficos -escritos y publicados bajo el mecenazgo de la Fundación Banco Exterior- que describen, como reza el subtítulo, lo que le quedó al alcance del recuerdo (y esto implica que también se habrá dejado cosas al alcance del olvido), llevándonos con sinceridad por los vericuetos de su existencia.
Nació Montsalvatge en Gerona, de una familia de banqueros. Pero su padre, "que heredó la banca en trance de disgregación, tengo idea de que le interesaba, antes que nada, la actividad intelectual". Josep Pla, que conoció a tres generaciones de esa familia, dice del progenitor de Xavier que "practicó el dandismo por las calles de Gerona y fue un elemento importante en la vida intelectual, social y política de esta ciudad, y escribió alguna cosita". Ya el abuelo tuvo pasión histórica por el condado de Besalú, sobre el cual publicó un montón de libros. Nada de extraño, pues, que a la banca se la llevara el viento, y cuando murió tempranamente el padre, la familia, por apuros económicos, se escindió "y yo pasé a Barcelona, de donde no me movería, con mi abuelo materno y tres tías solteronas, en un doble piso tenebroso de la calle de Portaferrisa". Pero las tres abnegadas tías, que le cuidaban "como flor de invernadero", algo debieron notar de las dotes de aquel muchacho para la música, porque, alternando con sus estudios en la moderna escuela Montessori, le matricularon en una escuela de música que había en el parque de la Ciudadela.
Tenía Montsalvatge 20 años cuando vino la República, que significó "una acelerada e ilusionada renovación cultural que afectó a todas las parcelas del arte y a la música en particular". Son los años en que nuestro autobiógrafo descubre la obra de Óscar Esplá; la promesa que era Ernesto Halffter, que impuso rotundamente su Sonatina y su Sinfonietta; la valía de otros jóvenes valores, como Gustavo Pittaluga o Salvador Bacarisse. En 1931 llega a Barcelona Arnold Schönberg y la Orquesta Pau Casais -meollo de toda la actividad artística en la Ciudad Condal- le dedicó un concierto. Vio a este hombre, que "es quien sin duda alguna ha influido más en la moderna evolución o revolución de la técnica compositiva..., en un ensayo dirigiendo el conjunto sinfónico. Era bajo, grueso, con una calva reluciente, un tanto remiso en los gestos". En 1932, Alicia de Larrocha, entonces niña prodigio de nueve años,
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Los recuerdos de un compositor
Viene de la página anteriordio "un concierto en la Casa Canonges en honor del primer presidente de la Generalitat, Francesc Macià y ya se reveló como la gran pianista que después sería". Aquella Barcelona de los años treinta debió de ser un cenit en la perdurable dedicación de esta ciudad al arte musical. En 1933 llegan los ballets rusos del coronel Basil, continuador de las gloriosas actuaciones de Diaghilev, que producen en el joven Montsalvatge un enorme impacto.
Al ver por vez primera a Stravinski dirigiendo un concierto de obras suyas en el Liceo, "me metí", cuenta, "entre bastidores antes de la audición y le miré atónito de admiración. Se erguía impecable en su frac; los ojos saltones; la nariz prominente, de la que se quitaba unos quevedos para ponerse otras gafas gruesas al salir al escenario". Pero, a pesar de la expectación que produjo la llegada del maestro ruso, el Liceo estaba semivacío, porque -era el mes de marzo de 1936- "el ambiente de Barcelona en aquellas fiestas de cuaresma angustiaba por enrarecido y grávido de oscuros presagios que hacían temer lo peor, como, por desgracia, pronto ocurriría". Antes, en 1933, había ganado su primer premio de composición, el Premio Rabell, con sus Tres impromtus, que él clasifica como su opus 00, pues la partitura se perdió y no fue nunca interpretada. Pero el premio, de 500 pesetas, que ahora sólo servirían para tomarse un vermú, le permitió entonces pasar una semana en París y aproximarse al mundo musical francés, que le fascinaba. Muchos otros premios tuvo después Montsalvatge que no podemos enumerar.
Por las páginas de estas rápidas memorias desfilan sus amistades y admiraciones con intérpretes y compositores. Mompou, Ricardo Viñes, Valls Gorina, Szeryng, Toldrà, Pau Casals, Iturbe, el brasileño Héctor Villa-Lobos -cuya Sinfonía para soprano y ocho violonchelos es una "verdadera maravilla de la que Victoria de los Ángeles da una versión hechizante"-, los franceses Honneger, Poulenc y Auric -con los que tuvo larga relación-. De todos aprendió algo. Todos le estimularon.
Su primer gran éxito fueron las Canciones negras, que estrenaría la soprano Mercè Plantada en 1946, inspiradas en poemas de autores hispanos. Ya había utilizado para una berceuse la letra de una Canción para dormir a un negrito, de Pereda Valdés; pero ahora le deslumbraron algunos poemas de Nicolás Guillén y de Alberti. Esta inclinación de Montsalvatge por las habaneras y guajiras ha motivado que califiquen su música de antillana. Pero su música abarca todos los géneros, desde el jazz, la música para cine, la ópera -con El gato con botas y la modernísima La voz en off-, el juego de los instrumentos -no en balde dos capítulos de su libro se titulan El arpa para un capricho y El difícil diálogo del clavicémbalo y la guitarra con la orquesta-, los conciertos, la música vocal, hasta la música religiosa con la obra más estimada por su propio autor: la Sinfonía de réquiem. En toda esa amplia producción cumple Montsalvatge aquella norma que propugnaba Fernando Vela como esencial para la música: dar con el mínimo de materia el máximo de estremecimiento.
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