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Tribuna:POLÉMICA SOBRE LAS ELECCIONES LEGISLATIVAS
Tribuna
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Constitución y ley electoral

La existencia de una ley electoral por encima de toda sospecha es un presupuesto indispensable de un Estado democrático. Esto no lo discute nadie a estas alturas del siglo. Democracia hoy no puede significar otra cosa que reconducir la manifestación de voluntad del Estado a la mayoría que se genera en la sociedad a través de un proceso electoral jurídicamente regulado.Hasta las elecciones celebradas el 29 de octubre pasado no se había levantado ni una sola voz poniendo en cuestión la existencia de un sistema electoral en España que garantizara la correspondencia entre la mayoría social y la formación de gobierno. Se había discutido sobre la fórmula D'Hondt y sus consecuencias fundamentales y sobre otros temas menores, pero jamás se había cuestionado la idoneidad de nuestra ley electoral para garantizar la identificación de cuál ha sido la voluntad popular democráticamente manifestada en las urnas y su consiguiente reflejo en la dirección del Estado.

Sin embargo, este paso se ha dado tras el 29 de octubre, en especial tras las decisiones de los tribunales superiores de Murcia, Galicia y Andalucía, anulando las elecciones en tres circunscripciones.

Tales decisiones han provocado comentarios tanto académicos como políticos. Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional de la Complutense, ha escrito que estas sentencias "no han venido sino a confirmar el desatino de nuestro sistema electoral", reclamando "con urgencia un tratamiento de choque para sacar a la ley electoral del coma en que se encuentra" (véase El Mundo del 4 de diciembre de 1989). Por su parte, el Partido Popular (PP) ha adoptado determinadas iniciativas de tipo parlamentario, a fin de que se analicen no sólo las irregularidades producidas en esta última convocatoria, sino que además se proceda a la reforma de la ley electoral. E Izquierda Unida ha afirmado que "lo que se ha demostrado en el reciente proceso electoral es que esta ley electoral por la que nos regimos no es buena", llegando a reclamar "garantías en la pureza del proceso" (Pablo Castellano en el Diario 16 del día 15 de diciembre).

La reflexión se impone. ¿Permite la ley electoral que se constituya democráticamente la voluntad popular o no es así? ¿Contiene la ley garantías que hacen prácticamente infalsificable dicha voluntad o no es así? Ésa es la cuestión.

Y la respuesta a la misma creo que es inequívoca. Nuestra ley electoral no sólo permite identificar cuál es la voluntad popular, sino que además contiene las mejores garantías que se conocen en sociedades de seres humanos frente a cualquier intento de manipular la formación de dicha voluntad popular.El valor de los jueces

En efecto, uno de los grandes aciertos de nuestra legislación electoral desde 1977 ha sido la judicialización de la administración electoral, de tal manera que se puede afirmar que, en última instancia, nuestro sistema electoral vale lo que valen nuestros jueces. Desde el decreto-ley de 1977 con que se hicieron las primeras elecciones democráticas hasta hoy, la administración electoral no tiene nada que ver con el Gobierno -ni con los de UCD de entonces ni con los del PSOE de hoy-, sino que descansa en la propia colaboración de los ciudadanos (sin cuyo concurso no es posible reducir de manera adecuada los errores del censo y el desarrollo del acto de la votación, ya que son centenares de miles los ciudadanos que forman parte de las mesas electorales) y, sobre todo, en las juntas electorales en primera instancia y en los tribunales en segunda y última.

Las juntas electorales están compuestas mayoritariamente por magistrados o jueces designados mediante insaculación y por juristas propuestos por los partidos que concurren a las elecciones. Están siempre presididas por un miembro del poder judicial. Son dichas juntas, que se constituyen automáticamente al tercer día de la convocatoria de las elecciones, las que dominan íntegramente el proceso electoral, sustituyendo a los gobernadores civiles en lo que al ejercicio de las libertades públicas se refiere, asignando los espacios en los medios de comunicación de titularidad pública, proclamando las candidaturas que pueden concurrir a las elecciones, realizando el escrutinio general y proclamando los candidatos electos. No hay la más mínima posibilidad -a menos que tengamos dudas sobre la integridad de nuestros jueces- de que el proceso pueda ser manipulado.

Pero es que, además, en dos momentos singularmente importantes del proceso: el de proclamación de candidaturas y el de proclamación de candidatos electos, la ley prevé sendos recursos ante los tribunales de justicia contra los acuerdos de las juntas electorales correspondientes. Dicho con otras palabras: quiénes pueden ser elegidos y quiénes han sido efectivamente elegidos por los ciudadanos es algo que controlan las juntas electorales primero y loi tribunales después.

No hay, pues, la más mínima posibilidad con nuestra ley electoral de que el Gobierno -ni nadie, salvo en caso de corrupción generalizada de los jueces- pueda manipular el proceso electoral.

Lo que no hay forma de evitar es que en un proceso en el que intervienen millones de ciudadanos y que se desarrolla en decenas de miles de mesas electorales no se produzcan intentos de jugar con ventaja y de pretender obtener con malas artes mejores resultados.

Ahora bien, lo que también está claro es que con nuestra ley electoral dichos intentos difícilmente pueden pasar inadvertidos y, en consecuencia, difícilmente pueden prosperar. Y las sentencias que están en el origen de este comentario son buena prueba de ello.

Alarma injustificada

La alarma, pues, está totalmente injustificada. Las sentencias de Murcia, Pontevedra y Melilla son también una buena noticia. Es una suerte de prueba del nueve de que no hay forma de manipular el proceso de formación democrática de la voluntad popular.

Y esto es importante recordarlo. El sistema electoral español, no solamentei la ley orgánica 5/ 1985, actualmente vigente, sino el sistema electoral de nuestro Estado democrático de hoy, que ha sido sustancialmente el mismo desde la primavera de 1977, es prácticamente la única pieza de nuestro ordenamiento que ha sido el resultado de un consenso similar al que presidió la génesis de la Constitución.

El decreto-ley aprobado en abril de 1977, con el que se realizaron las elecciones constituyentes del 15 de junio, es la norma que está detrás y que explica el acuerdo alcanzado entre UCD y PSOE para la redacción de los artículos 68 y 69 CE y la ley orgánica aprobada por la mayoría socialista en 1985 lo reproduce en todos sus elementos esenciales: composición del Congreso, fórmula electoral, administración electoral, sistema de recursos, etcétera.

No estamos, pues, ante un sistema electoral de un partido. Estamos ante un sistema en el que, no de manera expresa, como ocurrió con la Constitución, sino de forma implícita, se ha alcanzado un acuerdo básico extraordinariamente mayoritario en nuestra sociedad. Nuestro sistema electoral le debe tanto a A. Suárez, R. Martín Villa o M. Herrero como a F. González, A. Guerra o E. Martín Toval. Podría no haber sido así y, sin embargo, se ha querido que sea así, reproduciéndose de hecho el consenso constituyente.

Conviene no perderlo de vista. Si la convivencia democrática es ante todo acuerdo sobre determinados principios que no pueden ser siquiera sometidos a discusión, la Constitución y el sistema electoral son los dos principios que nos hemos dado los españoles en el proceso de construcción de nuestro Estado democrático. Es además el único sistema electoral que ha funcionado en España con regularidad y de manera generalmente, satisfactoria desde el neolítico.

¿Sería mucho pedir que no lo olvidáramos?

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional y rector de la universidad de Sevilla.

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