La política de la cañonera
LA INVASIÓN de Panamá por el Ejército de Estados Unidos es no sólo un disparate mayúsculo y una vulneración flagrante de los más elementales principios del derecho internacional, sino que además puede comprometer seriamente un futuro próximo de paz, libertad y democracia en aquel país.La operación lanzada por un cuerpo de ejército estadounidense de 24.000 hombres recuerda angustiosamente a la política del big stick, de la cañonera y el palo de principios de siglo, cuando todo el continente americano era considerado como zona de control exclusivo de Washington y cualquier nación latinoamericana disfrutaba, en la práctica, de soberanía limitada. Una política que infringe escandalosamente el espíritu de paz y de relajación de tensiones que preside este final de década y que niega el principio de solución pacífica de conflictos. Por lo demás, el que la acción no haya sido coronada por un éxito ínmediato, en proporción al número de efectivos comprometidos, pone al bord¿ del ridículo al Ejército norteamericano.
Según el propio presidente Bush, se trataba de lanzar una acción relámpago que permitiera capturar al general Noriega, dictador de Panamá. El objetivo era no sólo derrocarlo, como pretende EE UU desde hace dos años, sino llevarlo a territorio norteamericano para juzgarlo por sus presuntas conexiones con el narcotráfico. La falta de respeto a las normas internacionales que rigen en estos casos convierten al Gobíemo de Washington en policía, juez y carcelero en virtud del uso exclusivo de la ley del mucho más fuerte y le coloca a la altura del propio delincuente. ¿Cuál será la fuerza moral de Estados Unidos para condenar, a partir de ahora, a los fanáticos enviados al extranjero por determinados regímenes fundamentalistas para tomarse la justicia por su mano?
El presidente Bush ha asegurado que la invasión norteamericana de Panamá fue decidida atendiendo a otras tres razones, además de la captura de Noriega: la protección de los ciudadanos estadounidenses residentes allá, la restauración de la democracia usurpada por Noriega y la defensa del Canal. Ninguna de estas razones es nueva, ninguna es vital para Washington, es dudoso que alguna de ellas resuelva los problemas de los panameños y, hasta el momento, ninguna ha sido conseguida.
La dictadura de Noriega no es nueva. Tampoco lo es que los panameños padezcan la tiranía de unos protectores militares. No es inusual que en Panamá sean amañadas las elecciones, destituidos los presidentes, apaleados los vicepresidentes y conculcada violentamente la voluntad popular. Pero desde hace algunos meses EE UU ha cerrado todo camino a una solución pacífica y negociada que pusiese fin al Gobierno de un dictador cuyo único recurso era ya la violencia. Es como si el único enemigo del dictador Noriega fuera el Comando Sur del Ejército norteamericano instalado en la zona del canal de Panamá. Desde la primera presidencia de Ronald Reagan se hizo evidente que Washington encajaba mal el tratado Carter-Torrijos de 1977 sobre la devolución del Canal a los panameños en el año 2000, y ello se ha traducido en una multiplicación de la hostilidad hacia los gobernantes del istmo, lo que al final ha contribuido a fortalecer internamente la dictadura de Noriega. Con tan agresiva actitud, acentuada en los últimos meses, Estados Unidos ha cerrado además la vía a las soluciones pacíficas propugnadas por la comunidad internacional. No se dio oportunidad alguna a la misión de la Organización de Estados Americanos del pasado verano -que estuvo a punto de conseguir la retirada del dictador y la celebración de nuevas elecciones- y se ha impedido de hecho que actuara seriamente la presión internacional, instrumento más lento, pero más eficaz, para devolver al pueblo panameño sus derechos secuestrados. El ejemplo de la transición democrática en los países del Este de Europa -en tomo a la cual el consenso internacional ha jugado decisivamente- tendría que haber pesado, a este respecto, en el ánimo de los gobernantes norteamericanos.
Aun suponiendo que lleguen a controlar la situación y obtengan el reconocimiento internacional, los nuevos gobernantes panameños acceden al poder marcados por un pecado original difícil de expiar. Si bien legitimados políticamente por su neta victoria electoral de hace unos meses, llevarán siempre encima el estigma de haber sido impuestos por la fuerza de las armas de una potencia extranjera. Y ello, que va a excitar sin duda las fuertes tendencias nacionalistas ya presentes en Panamá, puede ayudar muy poco a reconstruir el país sobre la base de un consenso nacional imprescindible.
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