Muertes sin sentído
LAS CIRCUNSTANCIAS en que encontraron la muerte los dos jóvenes ahogados la semana pasada en las aguas crecidas del río Matachel (Badajoz) -arras trados por la corriente cuando intentaban huir de algunos miembros de la Guardia Civil que les perseguían por practicar la caza furtiva- plantean una vez más serios interrogantes sobre la manera en que se conducen a menudo las fuerzas de seguridad en el ejercicio de sus funciones y sobre los valores que de finen sus relaciones con los ciudadanos. La sinrazón de estas muertes es tan clamorosa que hace absolutamente irrelevante que las víctimas hubieran cometido o no una actividad delictiva. Bajo ningún concepto puede admitirse que deba existir relación lógica alguna entre tan dramático suceso y la comisión, supuesta o real, de un delito. Y con más razón todavía si, como parece, la caza furtiva es un medio tradicional de supervivencia entre los habitantes de una zona económicamente deprimida y en la que -para que todo sea más absurdo- proliferan los cotos de caza privados dedicados a la diversión y al deporte.Es probable que la muerte de los dos jóvenes sea el desenlace fatídico de una concatenación de causas que operaron con una formidable efectividad. Porque la inconsciencia juvenil que les llevó a no calibrar en su exacta dimensión el peligro real del cauce crecido del río no puede dejar de relacionarse con el ancestral miedo a la Guardia Civil que todavía pervive entre las poblaciones del medio rural. Independientemente de si hubo o no una persecución real -los testimonios son aquí contradictorios-, esta visión temerosa de la Guardia Civil, que lleva a unos adolescentes a arriesgar tan temerariamente sus vidas, tiene mucho que ver con la estructura y el comportamiento militares de este cuerpo, dedicado a funciones de policía en el orden civil, lo cual se traduce en su aislamiento y separación -las casas cuartel son el símbolo plástico de esta situaciónrespecto de la vida cotidiana de las poblaciones.
Hasta el momento, ni la Constitución ni la más elemental lógica han poáido librar a la sociedad civil española del contrasentido que supone que su seguridad y protección esté en manos de un cuerpo de policía militarizada. El implícito espaldarazo dado recientemente por el Tribunal Constitucional a la naturaleza híbrida de la Benemérita -estructura militar de la institución y dedicación a tareas de policía entre la población- no hará sino reforzar a los gobernantes en su obstinada actitud de mantener esta esquizofrénica situación, que comporta riesgos evidentes para la vida cotidiana de los ciudadanos. Actitud que se apoya, por otra parte, en las dudas que suscitan la profesionalidad y la preparación técnica de algunas actuaciones de la policía civil, como es el caso, por ejemplo, de la reciente muerte de un joven de 17 años en el madrileño barrio de Aluche, mientras huía en un coche robado, perseguido por un grupo de agentes.
La cadencia con que se sigue produciendo este tipo de muertes, en su mayor parte evitables si quienes las motivan estuviesen suficientemente preparados, pone en entredicho la misión constitucional de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado -proteger el libre ejercicio de los derechos y libertades de las personas y garantizar la seguridad ciudadanay hace pervivir una concepción del orden público a veces más propia de épocas autoritarias pasadas que de la democracia actual. Pero más allá de las ineludibles responsabilidades personales que suscitan estas absurdas muertes de ciudadanos, sean o no delincuentes, existen otras de índole política en quienes están obligados a proporcionar a los agentes una adecuada formación humana, legal y técnica, y, sin embargo, la descuidan o la postergan en aras de otros objetivos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.