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Tribuna
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Novillos

Murió el ídolo en su pequeña bala sobre ruedas y al día siguiente, a la hora del patio, los niños hablaron por primera vez de la muerte. Éste es un país donde a las palabras morir o matar se les tiene muy poco respeto. Uno se puede morir de risa o llegar a casa muerto de hambre o ver la tele para matar el tiempo, pero para que la muerte alcance su auténtica significación es absolutamente imprescindible contar con un cadáver querido. A esta España de la charleta y los rumores sólo la hace callar una muerte cercana, cálida, improbable como suelen ser las muertes de los héroes.Los niños hicieron novillos para ver a la muerte por primera vez y cara a cara. Consideraron que en la piel cerúlea de un jugador embalsamado se aprende más de la vida que en un libro de texto. Llegaban ante el féretro con sus poemas en papeles cuadriculados, sus palabras de ánimo y esa pena silenciosa de perritos abandonados bajo el cielo circular de la canasta. Se quiere proteger tanto a los niños que llegamos a secuestrarles la misma idea de la muerte, como si bastara borrar el concepto para garantizarles una longevidad segura. Hasta que un día acuden a su encuentro con la misma curiosidad con que examinan las tiendas de lencería o asisten al parto de la gatita. Cuando un niño se roza con la muerte la voz se le hace oscura y ya nunca más coge igual el balón. De pronto la vida es de cristal y, de noche, oyen cómo el alma crece entre crujidos.

No hay nadie que nos guíe en el conocimiento de la muerte. Y muchos de esos niños que fueron al pabellón a despedir al pivot recibieron por fin esa imagen indeleble de cuando conocieron a la muerte por primera vez. Llegaron crédulos y se fueron lúcidos. No hay rebotes fuera de la cancha. De ahora en adelante, sentados en las gradas de la vida, el balón ya no será tan importante como el cuerpo y el triunfo ya no tendrá sentido sin el abrazo. Hasta anteayer la muerte era literatura. Y ahora es una camiseta tendida para nadie.

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