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De lo eterno en el hombre

Enrique Miret Magdalena es amigo mío desde la juventud, y Juventud se llamaba la revista que, dirigida por Gregorio Marañón Moya, lanzamos a fines de los años veinte varios jóvenes imberbes, entre la ingenuidad y la pedantería. En ella publicamos ambos nuestros primeros artículos. Una amistad la nuestra que, aunque poco frecuentada por los distintos itinerarios que hemos llevado cada uno, se ha manifestado viva y sincera. Pues bien, me ha pedido mi amigo, en nombre de esa amistad, que comente su reciente libro El nuevo rostro de Dios (Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 1989), y no puedo zafarme de este empeño aunque sea para mi tarea muy difícil. Miret es un homo religiosus en la acepción de Spranger, en cuya médula predomina Ia búsqueda del supremo valor de la existencia espiritual", y toda su vida ha estado dedicado, generosamente, oceánicamente, a ese intento de salvación que es la religiosidad. Poco sosiego me ha dado a mí, en cambio, la vida para gozar de esas obras de tranquilidad donde meditar sobre el más allá y lo eterno en el hombre. Soy agnóstico, en el sentido de que no sé si Dios existe o no, por muy necesaria que parezca su existencia, pero, de cuando en cuando, algún acontecimiento -la muerte o la desgracia de un ser querido o estimado, la indignación ante las bellaquerías de tanto desalmado, el ver maravillado que alguien entrega su vida por fe o por lealtad, el sentirme conmovido por la lectura de un libro importante o la simple convicción de que los tontos tienen que enterarse algún día de que lo son- me remueve ese afán de ultimidades que, a mayor o menor profundidad, todos llevamos dentro, incluso los ateos que por su vehemente negación están confirmando tenerlo también.Uno de esos libros que me levantó los alientos del corazón fue el que publiqué de Max Scheler, en el inhóspito Madrid de 1940, con el mismo título que le he arrebatado para este artículo (dicho sea de paso: no creo (que pueda ser buen editor el que no sienta entusiasmo intelectual por gran parte de los libros que publica). Scheler afirma que "cuando el hombre se siente removido y conmovido hasta su último fondo... no puede huir esa hora sin que eleve los ojos del espíritu a lo eterno y lo absoluto, y lo anhela en voz alta o baja, secretamente o en la forma de un grito, aunque sea inarticulado". "Este grito", añadía, "adquiere hoy [está hablando en plena guerra europea] un carácter histórico único porque lo que está herido en el corazón es nada menos que la humanidad entera". Alguna sacudida he percibido en mi almario ahora al leer el nuevo libro de Miret un libro espiritual por excelencia. Propugna en sus páginas la renovación del cristianismo y un acercamiento a su origen, más universal, según él, que "el panorama actual de nuestra época de inflación organizativa y burocrática de nuestras iglesias". Un libro que no voy a juzgar, ya que no tengo la menor autoridad para ello, limitándome a subrayar algunas de sus afirmaciones.

"La religión no puede delimitarse con palabras, es preciso acudir a otro tipo de lenguaje. El mito, la poesía y la intuición son sus caminos". El mundo es una fachada, tras de la cual existe un sustrato invisible que sólo podemos contentarnos con describir siguiendo lo que nos dice la voz íntima de la conciencia. El hombre suele tener "una experiencia de religación, de estar unido a algo que le supera y le libera... la roca firme del Antiguo Testamento". Rudolf Otto lo dijo en Lo santo con mayor contundencia: "La emoción religiosa profunda es el sentimiento de lo numinoso", sentir el mysterium tremendum, el pavor, el estupor ante lo absolutamente heterogéneo y a la vez fascinante.

El conocimiento de la filosofía y el pensamiento religioso hindúes lleva a Miret a recordar que Jesús era un oriental y que, por ello, no resulta insensato que el catolicismo se acerque a la filosofía oriental, que "es profundamente religiosa y tiene un mensaje importante que darnos a los occidentales con su visión de un Dios que juega y no con la imagen del sátrapa que domina y vigila todo lo que hacen sus súbditos". Esta idea de un Dios que juega, dejando al azar el destino del hombre, ha sido promovida por la importancia que el cálculo de probabilidades ha tenido en la explicación de la formación del universo y de los seres vivos. Después de todo, la relación entre las matemáticas y la divinidad guarda, en todas las religiones, una larga tradición. Por ejemplo, en la famosa apuesta de Pascal: "¿ Dios existe o no? ¿De qué lado nos inclinaríamos? La razón no puede determinar nada..., hay que apostar. No es voluntario, es que estamos embarcados... Y puesto que hay que elegir..., pesemos la ganancia y la pérdida apostando cruz a que Dios existe. Consideremos estos dos casos: si ganáis, ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Sin vacilar: apostad que Dios existe".

Miret es miembro de la Asoelación de Teólogos Juan XXIII, y su libro es una encendida defensa de las teologías de liberación. Para él, los teólogos habituales no logran desprenderse de la hojarasca acumulada en la doctrina por los siglos. "El camino correcto es el análisis de las señales de los tiempos que nos permite descubrir ahí, en ese lugar cotidiano, un sentido religioso para nuestra época, como pedía Heidegger, Es en lo vulgar donde está lo divino y no en los infolios de los profesionales que quieren dominar en exclusiva la creencia". Ni siquiera los teólogos progresistas le satisfacen, porque "no han sabido escuchar esos signos de los tiempos". Miret reclama que la reflexión religiosa dé el gran salto que dio la ciencia.

"Solamente", precisa, "el Concilio Vaticano II empezó a cambiar las cosas. Pero Roma no está por la labor, y en eso le sigue muchas veces nuestro Papa actual, que sólo sabe enseñarnos una moral intransigente, sin matices, y una teología que ni siquiera apoya la mayoría de los teólogos católicos".

Un libro en el que Miret aporta no sólo su modo de pensar y de vivir lo que piensa, sino, asimismo, la experiencia de los demás, sean agnósticos o creyentes, filósofos, científicos o artistas. En definitiva, lo que desea es un retorno a aquel judío-oriental, Jesús, que para Renán, el ateo, "todos los siglos proclamarán que, entre los hijos de los hombres, no nació ninguno superior a él".

Y, sin embargo, no sería sincero si no manifestase mi temor de que se haga poco caso a esta obra tan estimable. Hay temas eternos que no resultan, a veces, oportunos, y hablar de Dios tiene hoy mala prensa. Precisamente por ello el libro de mi amigo Miret Magdalena es un esfuerzo que merece aplauso.

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