Intocables y disidentes
HAY EN este país excelentes escritores, pintores, creadores de cine y de teatro, cantantes de ópera... Cada vez que alguno de ellos tiene un éxito fuera de España parece dejar perplejos a los españoles, cuyo inicial pesimismo les hace dudar de todo. Su movimiento siguiente puede ser muy bien apuntarse el éxito -sobre todo si es un Oscar como el de Garci o un Nobel como el de Cela-; es un éxito de España, dicen, y que se reparta en porciúnculas entre todos. A partir de ahí, el hombre del éxito merecido se convierte en intocable; queda como canonizado, y si alguien se atreve a manifestar alguna disidencia es tachado de maldito.Los que se apuntan España para sí solos, tal vez porque la hayan detentado y hayan decretado a los demás como antiespañoles, se indignan: no aceptan la mínima disensión. A veces, en el fondo, no les importa nada el nuevo héroe, que en la mayoría de los casos mantiene una actitud mucho mas generosa, sino atacar al disidente, al heterodoxo. Para algo descienden del absolutismo y de la Inquisición, aunque sea por línea bastarda. Si en un mismo órgano de expresión aparecen opiniones favorables y desfavorables simultáneamente, les puede parecer una incoherencia, un desajuste mental, o se agarran a lo que pueda ser el clavo ardiendo de la disidencia para acusar de herejía y pecado. Así se describen a sí mismos como totalitarios. Nadie es ajeno a la crítica, y la crítica, de cualquier índole -a partir de la política y continuando por la cultural-, no es una ciencia exacta, sino un derecho de opinión y una pieza periodística y literaria de largo crédito.
Los disidentes no son para quemar, y se puede simplemente disentir del disidente, y del que disiente del disidente, sin buscarle intenciones ocultas o creación de campañas -a las que ese género de patriotas siempre llama orquestadas, para no salvar ni siquiera la individualidad y la ocurrencia a quien la tiene-. Los periódicos de hoy se diferencian de los anteriores, o de los que se arrastran adheridos a lo anterior, porque dejan que en sus páginas tengan cabida todas las opiniones -hasta las que les son adversas-, siempre que respeten a la persona y que estén avaladas por una firma -conocida o no- y por una solvencia en sus argumentos.