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Tribuna
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Avergonzados

La semana pasada todavía creíamos ser buenos. No se trataba de una bondad suprema, de santidad milagrera o de Nobel de la Paz. La nuestra era una bondad del montón, que se regía por la ley natural de las cosas, esas que nos recuerdan que los otros son, como mínimo, tan importantes como nosotros, y que precisamente por esto solemos comprar gamuzas a los vendedores de los semáforos" tapamos el error del compañero, pagamos la cuota de Amnesty y bajamos del burro antes de llamar burro al contrario. Aun a pesar de nuestras pequeñas maldades cotidianas podemos afirmar que éramos humildemente buenos. Nos conmocionábamos ante los abrazos alemanes, sentíamos alegría por la vida del mundo y también una profunda pena por el dolor y por la muerte ajenas. Eran vivencias tan obvias que ni siquiera tenían mérito. Sentimientos que son patrimonio de la especie y que siempre se encuentran en la caja negra de cada ciudadano en movimiento.

Pero han bastado unos disparos de cañones distintos a los habituales para que percibiéramos en los repliegues de la mente los salvajes zarpazos de la bestia. En el supermercado se escuchan voces taliónicas, algún taxista luce una macabra sonrisa justiciera, una oyente llama a un programa radiofónico y confiesa su brindis con champaña. Tantos años de asesinatos sin condena han alimentado lo más negro de nosotros, y ahora ni la pena sincera por la muerte agazapada es capaz de ocultar la cruel sorpresa de sentirnos, siquiera por un momento, cobijo moral de un asesino. Comprobamos que el terrorismo continuado no se ceba únicamente en los cuerpos, sino también en las almas de los supervivientes. Nunca hubo justificación para ninguna muerte, ni la venganza es menos abyecta que lo vengado. La barbarie permanente acaba convirtiéndonos en bárbaros del espíritu, y hoy el espejo ha conseguido avergonzarnos. Para matar, ni el corazón es un arma inofensiva.

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