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¡Vayan terminando!

El triste periplo del investigador por las bibliotecas públicas madrileñas

En la sala enorme, rodeados de polvorientos volúmenes enciclopédicos, cinco o seis lectores se vuelcan sobre sus papeles mientras el Real Madrid pierde una nueva eliminatoria. Aguantan contra corriente porque de cuando en cuando una página despierta su curiosidad o su duda. Algún estímulo debe encontrar el solitario investigador de las bibliotecas públicas, una especie a extinguir y, en algunas ocasiones, a exterminar.

Suele haber tres clases de usuarios. En primer término, los estudiantes, sin duda el sector más entusiasta, que llegan a la biblioteca sin modular el tono de voz, están allí unos días, consultan, ríen, fuman en cualquier rincón y desaparecen a la semana con el aprobado seguro. En segundo lugar, un grupo de incondicionales que conoce a la perfección el pupitre donde más tiempo luce el sol y el humor de los empleados. A la Hemeroteca Municipal de Madrid suele acudir un sacerdote que pasa las páginas de los volúmenes como si de incunables se tratase sin abandonar una sonrisa de satisfacción. Un hombre de edad avanzada escribe sin parar en una hojita y tres o cua tro jubilados se deleitan con flotografías de su época, huyendo, tal vez, del soniquete del concurso matinal de televisión.Pero el tercer grupo es, sin duda, el más castigado. Una tesis doctoral, un trabajo de investigación, un libro que jamás se publicará. La excusa es lo de menos. Desde la historia y la regulación municipal de las lavanderas del río Manzanares hasta la recepción de la obra de James Joyce en la Prensa de la República pasando por los lances heroicos de los alabarderos reales todo está contenido en algún lugar del edificio.

Horario reducido

El primer problema al que se enfrenta el investigador es tan obvio como determinante: que la biblioteca esté abierta. Los Veranos de la Villa, que se desarrollaron en el patio del cuartel del Conde Duque, donde está ubicada la Hemeroteca Municipal, redujeron el horario de apertura. Durante el mes de agosto estuvo cerrada por las tardes. Permanecía abierta por las mañanas, pero era casi peor. Un piquete de vándalos deshacía -literalmente- el escenario del día anterior para construir el del siguiente. El investigador, acostumbrado a consultar el programa para confirmar los días que duraba cada montaje, se veía obligado a escuchar cada mañana una selección de tonadillas -Manolo Escobar, Los Chunguitos- y estar al corriente del restaurante en el que se come un cochinillo estupendo.La biblioteca municipal del barrio -en la calle Mayor, justo al lado del Ayuntamientocerró sin que nadie sepa dar razón. El siguiente paso era la Biblioteca Nacional, pero en dos intentos -a primeros de septiembre y a primeros de octubre- está también cerrada. A la entrada de la sala general, un cartel no se anda con contemplaciones: "Prohibido el paso", y un obrero que sale con una carretilla añade: "¿Dónde vaaa?". Si se le ocurre al usuario preguntar cuál es el motivo del segundo cierre, ya que el balance se hizo hace menos de un mes, el conserje de la puerta -que no ha advertido nada a la entrada- alarga un papel con cara de pocos amigos y sin abrir la boca. Por fin una explicación: se está instalando un nuevo sistema de climatización en la sala. Uno piensa que podían haber hecho coincidir las dos interrupciones, pero preferiría. contárselo a la estatua de don Marcelino Menéndez y Pelayo, antes que volver a enfrentarse con el conserje.

Cuando el investigador consige franquear la puerta de la biblioteca debe armarse de paciencia. Se pide el volumen y se espera sin rechistar. Con suerte, el libro solicitado aparecerá a los 20 minutos. Si a alguien se le ocurre aprovechar la espera, una señora -eso sí, muy amable- se acercará al pupitre para advertir que allí "no se pueden estudiar apuntes", o dirá: "¿Ese libro es de aquí? Porque si no es de aquí no se puede leer".

En la Hemeroteca Municipal sólo se pueden pedir dos volúmenes cada vez. Si no sube algún número, y como no se explica por qué, el investigador se queda con la duda -¿no existirá o será un error?- y vuelve a pedirlo. Siempre le pillan. En una papeleta añadieron: "Lo tiene ÉL mismo", subrayado hasta casi romper el papel.

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Lo más difícil es adecuar el ritmo de trabajo al de la biblioteca elegida. Si se va a estudiar, por ejemplo, la recepción de Joyce en la Prensa de la República, se deben consultar multitud de publicaciones sin resultado alguno. "¿Dónde iréis con tanto papel?". "Aquí tienes, las obras completas". "¿Vas a poner una papelería?" Los investigadores del futuro deberán tener en cuenta esta circunstancia. Los trabajos exhaustivos están llamados a desaparecer; pero no por desinterés sino por imposibilidad. Se acaba haciendo un análisis semiológico de un artículo de Julio Cerón. Basta con una fotocopia.

Las fotocopias en la Hemeroteca Municipal cuestan un riñón: no sólo dinero. Cada reproducción debe llevar una solicitud -que incluye la profesión, edad, domicilio y distrito postal del solicitante- y tarda por término medio 10 días. No se hacen fotocopias sino microfilmes y se recogen sólo por las mañanas. En una oficinita al fondo de un pasillo una señora extrae por fin el microfilme. "¿Quiere reproducción en papel?", pregunta invariable; contestas que sí, que claro, y te manda a otro despacho donde recogen la película y te dicen que vuelvas a la hora, a las dos horas o al día siguiente. Cuando ya por fin tienes la fotocopia vuelves a la oficinita y la misma señora escribe a máquina -original y copia- un recibo con tu nombre y dirección, fecha y recibí.

Sistema revolucionario

La Biblioteca Nacional derrocha efectividad en este asunto. Un funcionario -el de por las tardes escribe poemas, por cierto muy sonoros y brillantes- autoriza la fotocopia y subes por una escalera de caracol a otra planta. Allí el encargado ha desarrollado un sistema revolucionario. Hay cuatro fotocopiadoras, pero un solo funcionario. El hombre permite a cada cual ponerse en la máquina que quiera y hacerse sus propias fotocopias. Va pasando y dando instrucciones de uso.Por lo demás, y a salvo de algunos imponderables -"hay no andéis pidiendo mucho que tenemos asaniblea"-, la investigación avanza. Algún funcionario ya te conoce -"para lan poco, hombre, que te vas a dejar la vista"- y te deja introducir un bocadillo para comer algo a mediodía. En la Biblioteca Nacional, la cafetería no fuinciona hace meses y si pretendes salir un momento hay que devolver el número del pupitire, rellenar otra ficha con cada libro y volver a llenarlas a la vuelta. Ya te vas fijando en el lugar que ocupan los jubilados y sabes que el cambio de turno es el momento ideal para reriovar la bibliografía.

Un cuarto de hora antes del cierre, el funcionario ya se ha quitado la bata y aparece repeinado. Da unas palmadas: "¡Vayan terminando!". Si cinco minutos antes de la hora no estás desfilando por la puerta, te expones a oír una recriminación de este tipo: "Para cuatro gatos que venís, ya tira bastante dinero el Estao".

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