Oficinistas políticos
LA CONFUSIÓN entre asociaciones con fines políticos y partidos en sentido estricto hace que no menos de medio millar de siglas -desde el PB (Partido del Bierzo) hasta el PIPA (Partido Independiente pro Política Austera)- figuren inscritas en el registro oficial de partidos políticos constituido al amparo de la ley de 4 de diciembre de 1978. Ley, como indica la fecha, anterior a la Constitución, pese a lo cual ninguna fuerza política ha propuesto la reforma de aquella normativa. De esos partidos y asociaciones, no más de un 10% se presenta efectivamente a las diversas elecciones y un número muy inferior obtiene representación parlamentaria. La Constitución considera a los partidos "expresión del pluralismo político" y les atribuye las funciones de contribuir a la "formación y manifestación de la voluntad popular" y de servir de cauce a "la participación política". Para cumplir tales fines, la norma fundamental exige expresamente que "su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos".¿Lo son los partidos españoles? En general -pues hay casos dudosos-, los estatutos respetan los criterios propios de una organización democrática. Sin embargo, su práctica suele quedar lejos de ese ideal. Por una parte está la tendencia a la oligarquización característica de toda organización humana, política o no política; por la otra, la atenuación de los vínculos de identificación ideológica y la creciente especialización propia de las sociedades desarrolladas han producido una reducción paralela de las funciones propias de los militantes: los medios de comunicación son hoy más determinantes en la captación del voto que la movilización de los afiliados, las encuestas dan pistas sobre los deseos de los votantes más seguras que los informes de las células, la financiación pública de los partidos sustituye a las magras cuotas de los militantes.
Existe, pues, una cierta contradicción entre la protección jurídica y económica que la sociedad otorga a los partidos con la condición de que funcionen democráticamente y la creciente pérdida de control de los afiliados sobre las decisiones fundamentales de esas organizaciones. Se ha subrayado reiteradamente, en particular, la perversidad del mecanismo de designación de los candidatos, que permite a las cúpulas un eficaz control de cualquier eventual disidencia interna. Las listas abiertas podrían reducir ese efecto, pero no cabe esperar de tal modificación espectaculares cambios en los comportamientos de los electores: de hecho, los senadores son elegidos por un sistema que permite a los votantes confeccionar su propia candidatura, incluso combinando candidatos de diversas formaciones, sin que de ello se deriven resultados muy diferentes a los del Congreso.
Uno de los efectos de la pérdida de pulso democrático de los partidos es él alejamiento de ellos de las personas que intentan hacer compatible su vocación política y su mentalidad crítica. En España hay crisis de afiliación, especialmente entre la juventud (con la excepción de los partidos nacionalistas), pero sobre todo hay desviación hacia otras actividades paralelas de personas con aptitudes específicamente políticas. Así, a medida que se alejan las emociones fundacionales, son los apparatchiki con mentalidad oficinesca a los que conforman el núcleo principal de la militancia. Siendo pocos, y casi todos con mentalidad funcionarial, esos afiliados se acomodan a lo que hay, incluyendo las subvenciones estatales (9.000 millones de pesetas este año, al margen de la financiación electoral) que se reparten, con criterios endogámicos, a la vez que los cargos públicos o internos. Tal vez sea inevitable que así ocurra, pues parece ser una tendencia universal, pero al menos sería deseable una mayor transparencia. Por ejemplo, que -al margen de las funciones fiscalizadoras del Tribunal de Cuentaslos propios partidos expliquen con algún detalle cómo distribuyen los fondos que obtienen del presupuesto. Por ejemplo ahora, cuando nos piden el voto.
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