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Tribuna
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El armario

Las abuelas de los cuentos son el arquetipo de la sabiduría, la vida hecha merienda, los más felices sueños infantiles sobre una suave almohada de canas. Cuando en los cuentos se nos muere una abuela los pequeños lectores van a llorar entre sus peponas y sus ositos hasta que la pena les hace crecidos y desconfiados. Pero todo eso son cuentos.Porque la realidad indica que a las abuelas no siempre se las come el lobo feroz sino que mueren, solas e indigentes, en el fondo de alguna supuesta residencia de ancianos. Vivimos tiempos difíciles para los viejos. Una juventud restallante y perfecta nos mira desde las publicidades y nadie da ni un duro por la caducidad irreversible de los cuerpos. En la civilización del usar y tirar las abuelas que agonizan en sus soledades de residencia han cometido el enorme delito de su longevidad. Y cuando se nos estropea la abuela y ya no sirve ni para hacer tartas ti¡ para darnos la merienda se la encierra en el armario y se paga a alguien para que administre lo que queda de su biología. En esos armarlos de abuelas está la ruptura con la especie, la sustitución del espíritu por la lógica del beneficio. Y cuando las conciencias de la segunda edad pueden lavarse previo pago de una cuota mensual por almacenaje de la abuela se está abriendo camino a cualquier tipo de especulación premortuoria. Ahora que los bulldogs thatcheristas nos cantan las excelencias de lo privado sobre lo público, cuando se denigra sistemáticamente lo social y se exalta a los atletas del codazo trepador, es cuando más se han de abrir esos sumideros de la vida en el que malmueren nuestras abuelas. Morirán más abuelas entre las paredes de ciertas residencias y los poderes públicos continuarán creyendo que el único peligro real para la tercera edad es que se las coma el lobo, cuando resulta que el hombre es una bestia mucho más peligrosa para los decanos de la especie. Y eso no son cuentos.

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