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Tribuna
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Hijos

Hemos pasado media vida dominados por nuestros padres y ahora pasamos la otra mitad dominados por nuestros hijos. Somos la generación de los gilipollas, que es la peor.Nuestros padres nos enseñaron a tenerlo todo ordenado en casa, trasnochar poco y ser personas de provecho. No sabíamos exactamente qué era eso del provecho, pero no obstante nos esforzarnos en conseguirlo.

Luego ha resultado que nuestros hijos, que no son tontos, vieron alrededor el desconcierto actual que hemos sembrado en el intento de alcanzar nietas imposibles. Y se han limitado muy sabiamente a ponerlo todo patas arriba. Detestan el orden, se acuestan al amanecer y ni siquiera se plantean la cuestión de llegar a ser personas de provecho.

Estos hijos, la mitad ya de matrimonios separados, saben cómo nadar y guardar la ropa. De buena mañana -es decir, a partir de las dos de la tarde- se aplican los microaltavoces al tímpano y deambulan por el llamado hogar con la boca amarga de la copa nocturna. Si suena el teléfono no lo oyen. Si alguien llama a la puerta no se enteran. Si se rompe una cañería no advierten que el agua inunda la vivienda. Mientras el nivel no llegue al equipo de alta fidelidad, aquí no pasa nada.

Muchos tocan instrumentos, especialmente la guitarra eléctrica y la batería. Tocan, es un decir. Imitan los ruidos de las grandes figuras sin cobrar por la insufrible actuación.

Cuando cogen el coche lo dejan sin gota, de combustible, con una multa en el parabrisas y un revuelto de casettes y accesorios acústicos en el interior. Sus habitaciones son de ensueño. Los posters de sus ídolos llenan las paredes de contorsiones escénicas. La ropa íntima y el atuendo tejano se apila a los pies de la cama, que parece un jergón sobre el que hubiera desfilado completa la marcha verde marroquí.

Y cuando dices algo dudando si debes decirlo, te paran en seco con mucho amor:"Tranqui, tranqui, que así te dará un infarto".

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