La pinza

Navegando frente al acantilado de Denia, cuyo perfil desde la mar semeja el humo de un ciprés dormido, uno espera a que el otoño madure un poco, antes de regresar a la ciudad. Quedan por aquí algunas berenjenas que asar todavía, ciertas páginas tenues que escribir mientras las garzas en altas formaciones pasan en dirección a Alejandría. No soy Virgilio, pero a Virgilio le sucedía lo mismo cuando se quedaba sin inspiración, de repente todos sus héroes se detenían y entonces él con lentitud preparaba una transparente ensalada o un profundo guiso bajo el emparrado de su quinta. Con el cuchillo dividía bulbos como sexos. Al extraer del saco un puñado de lentejas experimentaba en la mano una sensación de terciopelo que luego le servía para describir el manto de la reina Dido. Ahora los estorninos también vuelan hacia el Sur llevando una aceituna en cada pata y abajo las granadas ya están casi maduras. Dioses, berenjenas, amores, lechugas, bancos de atunes, historias de viejos marineros por la tarde a la dorada luz de la dársena. La calidad de vida hoy consiste en no salir de casa: cultivar bien a cuatro amigos, volver a la bondad, compartir la antigua rebelión con el perro, vivir detrás de una tapia entre dulces lámparas y buenos libros pensando que la inmortalidad sólo dura hasta que de noche el sueño te acoge.No obstante, un día habrá que regresar a esa ciudad donde los últimos peldaños de algunas escaleras ya están fabricados directamente con cráneos humanos. Después de atravesar los rastrojos de la patria se verá Ninive ardiendo en el horizonte sobre yesares fulminados y uno deberá tener la pinza preparada. De las alcantarillas de Nínive emergerá ese negro hedor que se une al de ciertos cadáveres ambulantes, al de muchas palabras pronunciadas, pero eso no tiene importancia. Amo la democracia y sólo me pondré la pinza en la nariz para votar. Echaré la papeleta en la urna con la napia bien tapada y dando media vuelta regresaré al espacio donde los dioses crecen en el interior de las berenjenas.
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