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Más penas de muerte

JOSÉ MARIANO BENÍTEZ DE LUGO

Hace apenas dos meses alzábamos, junto con otros muchos, nuestra modesta voz (véase EL PAÍS de 15 de julio) mostrando el anacronismo que suponía el que países civilizados mantuvieran y ejecutasen penas de muerte, señalando que tales homicidios legales ni tenían eficacia disuasoria ni eran otra cosa que manifestación de un poder vengador.Y si tal se puede predicar de las penas de muerte ejecutadas por el Estado, que, mal que nos pese, en este aspecto también encarna a la sociedad en su conjunto, qué no se podrá decir de las penas de muerte ejecutadas por particulares, bien por propia iniciativa o por decisión de las asociaciones a las que pertenecen. ¿Qué legitimidad y autoridad moral pueden tener sus tribunales que acuerdan condenas máximas de personas, como la ejecutada con la fiscal recientemente asesinada, que no hacen otra cosa que cumplir el deber que el conjunto de la ciudadanía le ha impuesto?

Conviene recordar a este respecto que el artículo 124 de la Constitución española encomienda a los fiscales la defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público, y por ello, por actuar en defensa de las leyes democráticamente promulgadas, de nuestros derechos como ciudadanos a que nadie se tome la justicia por su mano, es por lo que le han segado la vida. Y siendo esto así, todos, absolutamente todos, nos debemos sentir especialmente agraviados con el crimen cometido.

Pero es un sentimiento de agravio que a la vez que fuerte es sereno, porque creemos en las virtudes de un Estado de derecho, porque creemos que nuestra Constitución acertó plenamente cuando abolió la pena de muerte. En este aspecto los asesinos pueden estar tranquilos; por más que ellos la utilicen, por más que nos hieran profundamente -y esta vez lo han conseguido- no se les va a pagar con la misma moneda; ellos lo saben y por eso son jugadores con ventaja, pues pueden realizar secuestros, torturas y muertes alevosas a representantes del Estado democrático, conciudadanos nuestros, conociendo perfectamente que no van a recibir recíproco o similar trato, porque todos, sí, incluso ellos, tienen derecho a la vida y a la integridad física ymoral (artículo 15 de la Constitución).

Pero al igual que defendemos el marco normativo diseñado en estos temas por nuestra Carta Magna, no podemos dejar de insistir en lo ya sostenido repetidas veces: las encuestas de opinión -y nosotros coincidimos con ellas- evidencian que los ciudadanos españoles consideran que determinados delincuentes, autores de delitos de sangre, tienen un tratamiento excesivamente benévolo con arreglo a nuestra legislación penitenciaria. Naturalmente que la prisión no es desgraciadamente instrumento útil para la reinserción social de los delincuentes, pero, y aquí sintetizamos declaraciones de la fiscal asesinada, no es lógico que quienes han atentado gravísimamente contra vidas humanas, "con muchos muertos a sus espaldas y condenados a miles de años de prisión", tengan la práctica seguridad de no cumplir más allá de 15 años de prisión.

Si la sociedad española ha renunciado venturosamente a ejecutar penas de muerte, precisamente por el valor que se reconoce a la vida, no puede menos que sancionar de forma muy grave y efectiva a aquellos que, no compartiendo tal principio básico de convivencia, cercenan alevosamente la vida de los demás.

En este sentido es de rechazar el contenido patrimonialista del vigente Código Penal, que a nuestro entender no guarda la debida distancia ni proporción entre las sanciones por delitos económicos y las que se imponen por delitos de sangre. El valor que a la vida humana da la sociedad de un país (y, por tanto, su legislación) es una prueba del grado de civilización del mismo, y por ende los atentados contra ella estarán en mayor o menor medida castigados según el nivel de desarrollo intelectual y político de dicha sociedad. Es por ello por lo que creemos que algo falla en nuestra legislación penal y penitenciaria cuando permite que individuos que han cometido delitos de sangre irreparables y que denotan una singular perversidad (casos, por ejemplo, de Hellín y Fernández Cerrá) obtengan permisos de salida de las cárceles a los pocos años de sus horribles crímenes, y van declarando con desparpajo, ante el escándalo general y el dolor renovado de los familiares de sus víctimas, que en definitiva no van a cumplir sino una ínfima parte de la pena que les fue impuesta. Una cosa es que se promueva la reinserción social de los criminales, y entre ellos de los asesinos, no pagándoles con la misma moneda por la acertada renuncia del Estado a la pena capital, y otra que se les haga pagar sus odiosos delitos con calderilla carcelaria.

El Estado social de derecho que es nuestro país se halla plenamente legitimado para exigir el debido cumplimiento de las penas que impongan nuestros tribunales a aquellos que rompen de forma violenta y grave normas esenciales de convivencia, y desde luego no se puede decir que se cumple una pena, si luego en realidad su duración queda exageradamente reducida. En esta línea, sostenemos que nuestra legislación no contempla con la obligada matización el tratamiento de individuos que han cometido delitos de índole patrimonial (robos, hurtos, etcétera), respecto de aquellos que han cometido uno o varios crímenes de sangre de naturaleza irreparable: la consideración penitenciaria de unos y otros tiene que ser radicalmente distinta, al igual que lo son unos y otros tipos de delitos.

es presidente de la Asociación de Abogados Demócratas por Europa (ADADE).

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