Etica, políticos y periodistas
"No consta que la densidad por metro cuadrado de políticos chorizos sea superior a la que pueda darse entre los periodistas. En Madrid se habla mucho de la existencia de cuadras de periodistas. Si este rumor reflejara la realidad, la cosa sería mucho más grave".Pronuncié estas palaras desenfadadas en Santander, en el contexto de una conferencia de prensa al margen del seminario que dirigí sobre Ética política. Argumentaba de esta forma: la eticidad de la acción política transciende la conducta privada del político más honesto. Una decisión política democrática va siempre precedida y acompañada de una cadena de informes técnicos que, de hecho, constituyen un proceso de microdecisiones. El acierto y la moralidad de una decisión democrática depende de la información del pueblo y de los conocimientos técnicos de los que la asumen. La presencia de una minoría de políticos indignos no justifica la descalificación de todos los políticos ni de la política como tal. En todos los grupos profesionales, también entre los periodistas, pueden dairse conductas reprobables. Noté la satisfacción en algunos rostros, como si hubiesen encontrado ya en mis palabras el titular de una crónica interesante.
Lógicamente mi intervención iba a ser sometida a la mediación de los medios. Ya tengo en mi archivo tres interpretaciones. La primera, más correcta, reproduce fielmente mi sospecha sobre la corrupción. La segunda se atreve a decir que yo afirmé la existencia de dicha corrupción. Y la tercera, que veo recogida en esta misma sección de Opinión (EL PAÍS, 1 de septiembre) por el señor González Ballesteros, me atribuye nada menos que una descalificación global de los periodistas.
Comprenderá el lector que si yo trataba de condenar la descalificación global de los políticos no iba a cometer el error de descalificar a mis colegas de los medios. Y ya aprovecho para hacer otra puntualización: no soy monseñor. Agradeceré que tomen buena nota los cronistas que han tenido estos días el humor de concederme esa prelatura.
No es ocioso, sin embargo, que hablando de políticos y periodistas vuelta a referirme a la ética. Unos y otros compartimos la responsabilidad de cuidar el discurso público. Su importancia en la vida social y política es evidente. Considero que es mucho más grave la corrupción del lenguaje público que la de las personas. Periodistas y políticos utilizamos a diario una institución, como el discurso público, que es patrimonio de todos. La mentira pública es la inmoralidad pura. El espacio político se hace con el intercambio de la palabra. Sin la palabra sólo habría números, mercantilismo de cosas y resignación fatalista.
No me refiero, como es claro, a la utilización incorrentá del léxico y de la gramática. Voy al fondo mismo de la moralidad pública, que tiene sus raíces en la naturaleza social del ser humano. La lengua es una instituci ó n, un código, un ordenamiento, al cual nos sometemos para identificarnos y para poder
Pasa a la página siguiente
Ética, políticos y periodistas
Viene de la página anterior
orientarnos en la convivencia humana. Si se degrada ese hilo conductor, tocamos algo esencial de la vida social y política.
A la entrada de esta campaña electoral me preocupan especialmente tres vicios colectivos del discurso público: la apropiación ideológica del lenguaje, la obsesión de la crítica por las personas y el discurso maniqueo. Todos los que ejercen algún liderazgo social (Iglesia, patronales, sindicatos, intelectuales) pueden poner sus manos pecadoras en este instrumento esencial de la convivencia. En una campaña electoral, los políticos y los periodistas ocupan de manera especial la cancha de juego.
Platón no soportaba que los sofistas, los hábiles retóricos, se apropiaran del poder político por el dominio y manipulación del lenguaje. Los dictadores suelen apoderarse de la interpretación de los hechos. Expropian este bien común para imponer un sentido único y oficial. Nada más contrario al sistema democrático. El escándalo del Watergate provocó la reacción de un pueblo democrático contra la falsificación del lenguaje.
El poder político tiende insensiblemente a actuar como propietario de las noticias y de la información que él mismo produce. Se inventa razones de Estado para impedir la transparencia, negando así un derecho a la participación (le todos los ciudadanos.La ideologización del lenguaje es otra forma de apropiación inmoral: hablar de progresista y de conservador, de izquierda y de derecha, de unidad de la patria y de identidades nacionales, de modernización y de involución, como si todos estos térmínos tuvieran un sentido unívoco. El diálogo, por el contrario, es un debate sobre los diversos sentidos de los tópicos. El valor moral y democrático del diálogo consiste precisamente en el reconocimiento de la dignidad de las personas. En democracia no existen más opiniones válidas que las compartidas.Me preocupa, en segundo lugar, la malversación del discurso público dedicado casi exclu-. sivamente a la crítica de las personas. Los líderes políticos han comenzado ya la campaña electoral de forma sospechosa: susdeclaraciones no parecen tener otro objetivo que destruir la credibilidad de¡ adversario político. Los medios parecen prestarse a este juego de la mentira pública. En un país de mentirosos, los medios serían los primeros en pagar ese descrédito.
Uno busca en las páginas de los semanarios y de los periódicos, en las tertulias radiofónicas y televisivas algo más que juicios o historias de personas. ¿Estamos contribuyendo a legitimar la curiosidad morbosa del público? ¿Merece el título de comentarista pofitíco el que nos sirve todos los días una mera crónica de sociedad política? ¿Dónde están las ideas, los análisis de los procesos, la explicación global de lo que está pasando, más allá de la pura noticia? Nos quejamos de que la democracia espafiola abrasa con facilidad a los líderes políticos. Pero políticos y periodistas dedicamos nuestro tiempo a perseguir a las personas. Las ideas, las demandas sociales, las ventajas y los inconvenientes de una decisión política permanecen en un segundo plano. No es posible enterarse así de lo que pasa. En vano se puede pedir el voto de aquellos a los que no logramos informar.
El maniqueísmo es otra enfermedad del debate político que contagia a los medios de comunicación. En tiempos de confusión, de conflictividad, mucho más si existen ciertas perspectivas revolucionarias, se podría comprender este afán de acudir a una supuesta claridad simplista, de buscar puntos de referencia seguros, de leer la realidad sociopolítica en negro sobre blanco, dejando de lado la variedad y la riqueza cromátíca. Los espectadores de nuestro ruedo nacional están acostumbrados a elegir entre el sol y la sombra. Entiendo incluso que el discurso electoralista se vea como sometido a la tortura del reduccionismo. Michel Rocard ha descrito perfectamente esta aporía del candidato que para ganar votos tiene que hacer formulaciones y promesas símplistas que luego no pueden ser entendidas por sus electores a la hora de tomar decisiones necesariamente complejas.
Adivino que puede existir un ímpetu moralizante, no moral, en la inercia de denunciar a los culpables y presentar la realidad como una película de buenos y malos. Esta visión dicotómica del mundo en dos esferas separadas e irreductíbles no sólo es injusta e irreal. Es claramente inmoral y acredita una peligrosa carga de violencia. Nietzsche hablaba de la voluntad de no ver. ¿Por qué no denunciar esa especie de ceguera voluntaria que se resigna a las medias verdades, para ofrecernos, nimbada de claridad, una falsa seguridad? ¿Por qué sustituir el universo diario, hecho de matices, de signos rara vez evidentes y de contradicciones, constantemente emergentes, por un universo monocolor falso, de resplandecientes confrontaciones, como si las funciones y comportamientos (le cada uno estuvieran definitivamente definidas? Rara vez Se podrá decir que el bien y el mal están cada uno en su sitio.
La posición más ética es aquella que pretende abarcar toda la realidad, sin simplificarla o falsearla. La moral es para ayudar al hombre aquí y ahora, para hacerle más humana y hamanizante su acción o decisión concreta, históricamente condicionada.
La autocrítica de nuestro mester periodístico no tiene nada que ver con la caza del mensajero a la que se refiere el autor del artículo que ha provocado estas reflexiones. Me terrio que el señor García Ballesteros no hace más que compadecernos. Dice que el hombre de los medios está condicionado por la empresa que le paga y por la audiencia. ¿Qué decir, entonces, del actor? Debe complacer a los espectadores y al empresario. Pero sólo lo conseguirá cuando encarna auténticamente su papel.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.