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Uvas envenenadas

Enrique Gil Calvo

La polémica sobre despenalización de las drogas merece ser aireada sin manipulaciones televisivas ni paranoias reaccionarias: acontecimientos como la guerra del narcotráfico o la cruzada antidroga de Bush sobreañaden dramatismo a la urgencia del problema. Al respecto, cada vez parece más sólida la posición despenalizadora, defendida en estas páginas por plumas como Savater, Escohotado, Szasz, etcétera. Y ahora, Emilio Lamo de Espinosa publica un libro (Delitos sin víctima Orden social y ambivalencia moral) que incluye un análisis de los efectos perversos que la penalización provoca. Dada la gravedad del asunto conviene puntualizar ciertas cuestiones, como su licitud y eficacia.Partamos, con Lamo, de John Stuart Mill: el poder de la ley sólo puede ser esgrimido contra los ciudadanos adultos para evitar que perjudiquen a los demás en contra de su voluntad, pero nunca para coartar su derecho cívico a autoperjudicarse, que sólo puede estar limitado por su incapacidad para renunciar a la libertad individual; no se tiene derecho a dejar de ser libre. En consecuencia, tratar de imponer la moralidad por la fuerza de la ley además de suponer una contradicción lógica (un doble vínculo, pues la moralidad, o surge libre y espontáneamente, o no existe, siendo espuria y falaz la seudomoralidad obligada), resulta algo moralmente ilícito y éticamente inadmisible. Sin embargo, la cláusula de salvaguardia aducida por Stuart Mill plantea un dilema adicional. Si bien resulta inalineable el derecho de los adultos a autoperjudicarse (por ejemplo, envenenándose libremente), sin embargo, no se puede ser libre de renunciar a ser libre la libertad de liberarse de la libertad es un doble vínculo también). Ahora bien, la voluntaria adicción a tóxicos generadores de dependencia invencible ¿no supone un claro ejemplo de la falacia, de querer ser libre de no ser libre? Dado que la dependencia de la adicción, (voluntariamente asumida por un adulto emancipado y libre) implica una renuncia a la libertad personal (pues el adicto ya, no es libre de prescindir o renunciar a su dependencia), ¿resulta moralmente lícito reconocer el derecho individual a la libertad de adicción? Creo que esta paradoja no resulta fácilmente resoluble, y exige distinguir entre el derecho a medicarse libremente (lo que incluyo, el derecho a intoxicarse cuando el tóxico, aunque pueda destruir, no anule la libertad personal) y el derecho a asumir libremente la dependencia de tóxicos generadores de adicción y anPladores de la libertad personal derecho este último que resulta moralmente dudoso y contradictorio.

Con independencia de si se debe imponer la moralidad por la fuerza de la ley (y parece claro que no se debe, excepto en peligro de anulación de la libertad personal), cabe también plantearse el problema fáctico de si se puede. Aquí es donde Lamo resulta más contundente: la penalización no sólo es ineficaz, sino, sobre todo, contraproducente. En efecto, el derecho penal sólo es utilizable para corregir o modificar conductas instrumentales (como las infracciones del tráfico viario, los delitos de cuello blanco), que son utilizadas como medio al servicio de otros fines, por lo que siempre son racionalmente sustituibles, pero nunca es capaz de corregir o modificar conductas expresivas (como las toxico manías o los delitos. sexuales), que surgen espontáneamente en virtud de las cualidades intrínsecas de la propia conducta, por lo que no pueden ser sustituidas por otras. En consecuencia, la penalización de una conducta" expresiva, lejos de prevenir su aparición, la desencadena e intensifica, al adornarla con el mérito expresivo sobreañadido

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de su aura maldita y transgresora, y, en efecto, el incremento del consumo de. drogas siempre es efecto consecuente de su penalización, y nunca a la inversa.

Pero la penalización, además de ineficaz, es sobre todo brutalmente criminógena: he aquí cinco efectos yatrogénicos registrados por Lamo como consecuencia directa de la penalización. La estigmatización de los drogadictos les induce a una desviación secundaria por asociación diferencial, prisionización e inmersión en subculturas marginadas (el gueto de la droga). La ¡legalización de la venta de drogas sólo desencadena la criminalización de la oferta: mafias homicidas, explotación oligopólica de los consumidores indefensos, adulteración letal de los productos, etcétera. El encarecimiento artificial de la oferta desencadena la criminalización de la demanda hay que delinquir (robo y prostitución) para poder comprar. El sistema penal incrementa su injusticia social, pues, dada la diferencial visibilidad de los toxicómanos en función de su clase social, la justicia sólo se aplica sobre los procedentes de las clases más desfavorecidas. Y, en fin, la creciente corrupción del sistema penal (policías, abogados, fiscales y jueces) se hace del todo inevitable.

En consecuencia, si bien pudiera resultar legítimo penalizar la dependencia de drogas adictivas (igual que resulta legítimo penalizar los contratos de esclavitud), social y políticamente es del todo ¡legítimo, pues sus efectos perversos, superan ampliamente su dudosa virtualidad. Ahora bien, el mal ya está hecho, y a consecuencia de la cruzada penalizadora, el número de víctimas de sí misma ha crecido de modo espectacular. ¿Cómo rehabilitar su libertad atenuada? Como Lamo. conviene ser escépticos. Ante todo, no puede curarse a quien no puede curarse, por hallarse perfectamente integrado en una subcultura que, como el príncipe azul de las esposas dependientes, proporciona la felicidad a través de la esclavitud.

En segundo lugar, no puede curarse a quien no sabe curarse la falta de suficiente capital humano en los adictos (la mayor parte de los cuales procede del fracaso escolar, y hace falta autoestima y autocontrol racional para poder superar la adicción y adueñarse de sí) impide que se pueda ayudar a quien no es capaz de ayudarse a sí mismo. Y, en fin, no puede curarse, a quien no puede curarse, pues la adiccción no es más que un síntoma que seguirá siendo generado como, subproducto de otras causas mientras sigan activadas: me refiero, claro está, a los trastornos de la emancipación juvenil

Como ha descubierto la más reciente investigación, es el fracaso social del proceso de emancipación personal lo que aconseja a los jóvenes ingresar en el seguro refugio de la adicción, que, al hacer imposible la emancipación, resuelve paradójicamente, como una profecia autocumplida, su incapacidad de emanciparse: es como hubiese que envenenar las uvas para asegurarse de que la zorra no quisiera alcanzarlas. Así, el problema no reside en las drogas (al contrario, las hay, como el alcohol y el tabaco, que facifitan la emancipación personal al servir de rito de iniciación), sino en la ausencia de suficientes canales de integración social.

Parece, pues, conveniente invertir el sentido de la polémica. Plantear la cuestión como penalización o despenalización es situarla dentro del derecho de los adultos a la autoadicción. Pero la cuestión no es ésa, pues antes que el derecho a la adicción hay que reconocerles a los jóvenes su derecho a la emancipación. En efecto, el argumento de Stuart Mill sólo se refiere a los adultos. Pero en nuestra sociedad sólo se es adulto cuando se está ocupacionalmente integrado. Y si ef desempleo impide a los jóvenes emanciparse, ¿por qué los tratamos como menores en cuanto a su derecho a la emancipación, mientras los tratamos como adultos al reconocerles su derecho a la adicción? He aquí otra muestra de la ambivalencia moral que constituye el objeto del libro de Emilio Lamo: la de reconocer el derecho a la dependencia de la adicción sin garantizar el derecho a la independencia de la emancipación.

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