Vuelta a casa
Es un rito. El veraneante que regresa a la capital después de sus vacaciones, tiene que hacer frente a unas formalidades rutinarias y plañideras, que, aunque aburridas, resultan de obligado cumplimiento. Es absolutamente imperativo volver al trabajo y disimular la tez morena y algún músculo nuevo e insospechado, fruto del insólito ejercicio veraniego, tras una retahíla de lamentaciones completamente hipócritas. ¿Qué tal el verano? Bah, corto (mentira, se ha pasado uno cinco semanas al sol, hilvanando algún sábado y dejando caer un lunes con la operación retorno). Bueno, pero estarás como nuevo, ¿no? No; estoy hecho polvo. ¿Con gana de trabajar? Ninguna. Me quiero morir. No es verdad, claro.Pero algo debe tener la cosa, cuando dice un especialista que habría que suprimir el veraneo. Según él, los niños, que han estado desmadrados todo el mes entrando y saliendo, haciendo Dios sabe qué cosas y acostándose a las mil y gallo (¿con quién?, se pregunta angustiado el padre del y de la adolescente), no se hacen a la vuelta al colegio y a la disciplina. Las parejas están hartas de verse, el moreno de sol esconde horribles amenazas de enfermedad, ha bebido uno demasiado y, como no estaban ya sus músculos para el desacostumbrado partido de tenis, pronto se cubrirán de grasa, estimulados por la inacción y el colesterol.
¿Y por eso hay que suprimir el veraneo? No señor. Lo que hay que hacer es prolongarlo. Se evitará, de paso, el principio de septiembre, la espera en el aeropuerto, la cola en la carretera y esta plaga anual de las inundaciones en los litorales. De niños, veraneábamos tres o cuatro meses y nadie estaba estresado. Tampoco se perdía la virginidad, claro.
Bueno. Nos faltan once meses para volver a los olivos y al mar, a la pausada conversación del atardecer y a la contemplación satisfecha del ombligo. Ánimo.
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