Un escudo delicado
Desde hace tiempo los tribunales son noticia en España, y, sentencias erótico-machistas al margen, uno de los que últimamente vuelve a llevarse la palma es el mismísimo Tribunal Constitucional. Nuestro más alto tribunal ha ocupado recientemente y de manera reiterada un lugar de primer relieve en el escenario político del país. La polémica sentencia sobre el impuesto sobre el rendimiento de las personas físicas y las últimas resoluciones sobre conflictos entre Administración central y comunidades autónomas han vuelto a dar un protagonismo al alto tribunal del que no disfrutaba desde el período Rumasa-LOAPA-aborto. Por otro lado, se ha ido recogiendo el desasosiego de algunos miembros del tribunal por el volumen de asuntos que les llegan sin cesar o por lo que consideran ineludible y peligrosa necesidad de entrar a través de sus sentencias en asuntos políticos.
Ante esta situación, las reacciones han sido de preocupación, ya que de alguna manera se deseaba mantener al Tribunal Constitucional como un cierto reducto incontaminado de! a batalla política o de rechazo puro y simple, al no estar de acuerdo simplemente con sus más recientes resoluciones. Y así se ha hablado, tras sus recientes sentencias, de "decepción", de "involución autonómica", de "crisis del consenso constitucional", de "subdesarrollo político" o de "caos fiscal", y cuando, quizá, tiempo atrás, los mismos protagonistas de tales frases se llenaban la boca de respeto a la Constitución y de independencia de criterio al conocer la sentencia de la ley orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA) o tras la sentencia sobre el decreto de expropiación de Rumasa. Las cosas han llegado a un punto en el que ya se empiezan a levantar voces pidiendo la reforma del sistema de elección de los 12 miembros del tribunal porque su actuación "no ofrece suficientes garantías".
La verdad es que parece que tendremos polémica para rato. La dinámica de intervención de los poderes públicos en tiempos en que se exigen más remedios que diagnósticos o más resultados que ideología ha ido socavando la significación del principio de legalidad. Es notoria la libertad de acción de los poderes sublegislativos del Estado, así como el incremento de los espacios de no-legislación. Por otro lado, la misma evolución de desarrollo del Estado de las autonomías demuestra lo diricil que resulta mantener esquemas de distribución formal de competencias ante la realidad cotidiana de fragmentación y solapamiento en la actuación de los ,distintos niveles de gobierno. Esos y otros elementos han ido conduciendo a una práctica del "todo vale, y si no, al Constitucional", en la que la norma fundamental se convierte en la justifícación, a veces única, del ejercicio del poder o de la dialéctica de oposición.
La actual situación política, económica y social reúne todas las condiciones para convertirse en un auténtico moinento de pruebas para la Constitución. Ya en 1982, uno de los más prestigiosos estudiosos del poder judicial norteamericano, Martín Shapiro, afirmaba que en la década de los noventa el poder judicial podría afrontar una cierta crisis, producto de, al menos, tres factores. Por un lado, se iría haciendo más evidente la contradicción entre la complejidad tecnológica que precisa rilucha de la nueva normativa con la falta de expertise de los jueces que han de considerarla. Por otro lado, dado el mayor énfasis en una racionalidad más sustantiva que forinal, el juez encontraría mayores dificultades en utilizar su técnica, básicamente procedimental y de respeto a la legalidad, frente a centenares de normas en las que debería entrar en el fondo de las mismas, pero sobre las que no le cabría más remedio que admitir que no entiende ni jota. Y fínalmiente, al irse vinculando cada vez más productividad y tecnología, se irían erosionando los fundamentos de legitimidad formal en los que se fundamentaba la posición privilegiada del juez en la democracia de la posguerra.
Nuestra práctica parece demostrar que vamos por ahí, convirtiendo a la Constitución, poco a poco, en arma arrojadiza entre opciones políticas distintas, mientras se va institucionalizando y judicializaildo el conflicto político a través del Tribunal Constitucional. De tal manera que ese conflicto de compatibilidad legislativa formal ha entrado en una dinámica, por la misma lógica de expansión del intervencionismo y el incremento de la complejidad de la actuación de los poderes públicos, de gran incidencia en las políticas públicas planteadas, con pocos instrumentos técnicos para ello, pero con la enorme fuerza de sus sentencias. Unas sentencias que condicionan fuertemente la soberanía de las asambleas legislativas, que producen efectos y que tienen repercusiones financieras y de todo tipo extraordinarias. Esa situación es la que provoca una relación de popularidad-impopularidad con la actuación del alto tribunal, basada más en la concreta forma de resolver los asuntos que se le plantean que en su condición de guardián supremo de la Constitución.
En otros países con mayor experiencia en estos temas llevan ya años entrando sin reservas mentales en el trabajo y las tendencias políticas e ideológicas de los miembros de sus tribunales constitucionales, sin que ello implique visiones mecanicistas sobre las mayorías que se forman en cada una de sus sentencias. Pero también saben que no se puede abusar del recurso al juicio de ese alto tribunal y que conviene acostumbrarse a buscar vías de resolución de conflictos más acordes con el escenario político, no escondiendo debilidades tras el delicado, por inusual en nuestros lares, escudo protector de la Constitución.
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