Marcuse, como amigo y colega
En los años entre 1965 y 1977 gocé del privilegio del trato cálido y familiar con Herbert Marcuse. Él vino a la universidad en La Jolla tras jubilarse oficialmente en la universidad de Brandeis. Yo había llegado como el novato director de un departamento de Historia en ciernes. Éramos vecinos en Cliffridge Avenue. Le gustaba oír mis ejercicios con la flauta tras el desayuno, antes de ir caminando a la universidad. Era muy cariñoso con mis dos hijas adolescentes, por las que era correspondido. Su mujer, Inge, y la mía eran amigas y colegas en el departamento de Francés en la universidad estatal de San Diego. Poco después de conocernos recibió una anónima amenaza de muerte, por lo que su compañero filósofo Avrum Stroll (igualmente uno de mis mejores amigos en la universidad) y yo nos turnábamos para acompañarlo en el paseo de 15 minutos desde su casa hasta la universidad.Yo era un admirado lector de Eros y Civilización y adversario de la política norteamericana en Vietnam, pero no compartía sus posturas políticas "revolucionarias", por lo que en aquellos paseos hablábamos mucho más de música y literatura que de política. Él era un gran admirador de Mahler y Bruckner, el primero de los cuales me parecía kitsch, y el segundo me parecía producir fascinantes masas de sonido pero sin mucha imaginación. Pretendía no creer en mi falta de apreciación y nos encantaba lanzarnos exageradas opiniones sobre todo el catálogo de compositores románticos y de finales del siglo pasado. No le gustaba la escuela dodecafónica. Tal como yo recuerdo nuestras numerosas charlas medio en serio, no le importaban los compositores de este siglo, a excepción de Shostakovich y Prokofiev. Evidentemente, le gustaba la melodía, la armonía comprensible y la escala bien templada según Bach y los compositores clásicos de Viena. Le gustaba el Bartok que recuperó la música folclórica magiar y rumana, pero no el Bartok de los cuartetos de cuerda.
Algunas veces hablamos de filosofía política y recuerdo haberle dicho una vez que su idea de la "tolerancia represiva" -que, por ejemplo, la literatura y los mítines nazis debían ser prohibidos- me parecía claramente peligrosa. Yo no confiaría la facultad de censurar en ningún partido o dictador, por muy ilustrado que pudiera ser. Se paró, se volvió lentamente hacia mí y me dijo: "Pero, Gabe, imagínese que usted o yo somos los dictadores". "No se trata de las virtuosas intenciones de un hombre" le repliqué, .sino del abuso de poder que sería inevitable si en el nombre del antifascismo se les niega la libertad de expresión a los fascistas". "Mashuggah" (yídish por loco), resopló y cambió de tema. Pero en varias ocasiones habló con admiración de De Gaulle como un gobernante que actuaba con fuerza sin importarle exceder sus estrictas facultades legales. Mi tipo de insistencia anglosajona sobre los límites legales tan aplicables a los presidentes como a los ciudadanos de a pie le parecían insuficientes para tratar con los reaccionarios o fascistas.
Pienso que junto a sus ideas hegelianas-marxistas-freudianas creía igualmente, de manera inconsciente, en una especie de teoría de la historia del gran hombre. Me dijo una vez que le había inquietado un pasaje de mi historia de la República y de la guerra civil españolas en la que describía brevemente la evolución política de Unamuno de adversario de la dictadura de Primo de Rivera a impaciente amigo de la República, a defensor del alzamiento del 18 de julio en los primeros días, hasta que empezó a oír algo sobre las sangrientas purgas en la Andalucía ocupada por los nacionales. Yo decía que Unamuno, con su creencia en las elites y en los héroes, "había fomentado por inadvertencia el tipo de impaciencia, retórica despectivay actitud de mangas remangadas característica de los jóvenes falangistas".
Marcuse notó que Nietzsche había sufrido las mismas acusaciones; que algunas de sus frases sobre las bestias rubias y los superhombres pudieron ser interpretadas algunas décadas tras su muerte en el sentido brutal en que los nazis las tomaron para hacerse superhombres ellos mismos. Marcuse pensaba que la interpretación era justa, tanto en el caso de Nietzsche como en el de Unamuno. Yo creo que aunque ambos hombres se hubieran horrorizado de los hechos cometidos por el fascismo, su elitismo despreciativo se prestó al uso que le dieron los partidos autoritarios, cuya misión pretendía ser la purga de las sociedades de su escoria judía o marxista, según fuera el caso. Nunca conseguí que Herbert estuviera de acuerdo en que ninguna causa o persona superior tenía derecho a pisotear los derechos de los demás, por importante que parezca ser la supuesta superioridad. Él, naturalmente, odiaba a los nazis, pero no reconocía su derecho a ser defendidos en el contexto político de la libre América.
La diferencia teórica entre nosotros tuvo consecuencias prácticas. Uno de los servicios de la universidad era el de concertar entrevistas entre empresarios y estudiantes que buscaban su primer empleo a tiempo completo. Las entrevistas eran completamente voluntarias y se anunciaban con varias semanas de antelación los nombres de todas las compañías. Entre éstas figuraba la Dow Chemical, conocida por ser la fabricante del napalín. Como parte de su protesta contra la intervención americana en Vietnam, los estudiantes de este bando decidieron unir las manos en círculo alrededor del pequeño edificio donde se iban a celebrar las entrevistas. De esta forma, sin iniciar ellos ninguna violencia, podían impedir físicamente a cualquier compañero entrar en el edificio, a menos que el aspirante a un puesto con Dow Chemical forzara su entrada cruzando el círculo. El día de las entrevistas acordadas, los estudiantes antiguerra impidieron físicamente la entrada a dos candidatos. Fueron arrestados por la policía del campus y acusados de intromisión en los derechos civiles de aquellos dos a los que les cerraron la entrada.
En este momento yo era presidente de uno de los comités de profesores para la defensa de la libertad académica. No teníamos funciones legales ni disciplinarias, pero nuestros colegas conservadores nos pidieron que investigáramos el incidente e informáramos si había habido violación de la libertad académica. En nuestro informe declaramos que sin tener en cuenta nuestra opinión acerca de la legitimidad de la intervención americana en Vietnam, no podíamos permitir que continuara una acción en la que un grupo de estudiantes impedía a otro grupo celebrar entrevistas con un posible futuro empleador. Como yo era un conocido adversario de la intervención en Vietnam, los estudiantes de este grupo se indignaron de mi postura. Les pareció el típico caso de un burgués liberal que se escapa del problema real insistiendo en las libertades formales.
Herbert Marcuse era un consejero oficioso del grupo de estudiantes adversarios de la guerra, una delegación de los cuales vino a mí despacho sin pedir cita. Cuando abrí la puerta, entraron en silencio y pasaron unos minutos abriendo los cajones de mi mesa y archivos, leyendo algunas de las cartas que estaban encima de mi mesa y sacando libros de los estantes. No me amenazaron, sino que obraban como si yo no existiese. Me encontré en una situación en la que siete u ocho jóvenes estaban violando deliberadamente mi intimidad y en la que la resistencia por mi parte hubiera probablemente acabado con daños para mis papeles y posiblemente para mi persona.
Durante todo el incidente Marcuse estaba de pie en el hall a unos cinco metros de mi puerta. Ni él ni los estudiantes respondieron a mi única pregunta sobre qué estaban haciendo en mi despacho. Hasta hoy no sé si interpretó la intimidación de mi persona como una acción justificada de una elite superior; si se consideraba un observador neutral o que tal vez su presencia les frenaba para no ejercer violencia física contra mí. Tal vez fue un error por mi parte no evocar nunca el incidente con él; no lo hice para evitar una más de las agotadoras y conflictivas discusiones de los años del Vietnam. Tampoco él lo hizo.
Tengo un cálido recuerdo de Marcuse como colega en la enseñanza. Los dos formamos parte de una serie de comités para los exámenes de doctorado y cada año yo le invitaba a una sesión medio conferencia, medio diálogo con los alumnos del primer año de Humanidades. Nunca se puso en el papel del herr professor de fama mundial. En los exámenes de doctorado hacía preguntas pertinentes sin oscura retórica y sin referencia a sus obras. Con mis aluimnos asumía una pregunta ingenua o casi estúpida y la formulaba de tal modo que le daba dignidad al que la había hecho. He oído anécdotas sobre su supuesta ferocidad durante sus años de Brandeis, pero en los que pasé con él en La Jolla, sus modales eran al mismo tiempo paternales, bondadosos, a veces dívertidos e intelectualmente respetuosos con lo que los estudiantes le decían. Fue verdaderamente un hombre con una gran alma. Ninguna de nuestras numerosas discrepancias políticas consiguió enfriar nuestras relaciones.
Traducción: Javier Mateos.
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