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Contra el Estado ejecutor

Si la letra pudiera sonar a grito..., gritaría entonces que dar muerte a un ser humano no es un derecho de nadie sobre nadie; sólo un fatal deber de todos para con la naturaleza. Que así como en el reino de los hombres (y sólo en él) la muerte resulta un escándalo, en el orden civil -que supera a aquél porque lo humaniza- la muerte es en todos los casos una pena injusta, la encarnación más abyecta de la injusticia misma. Pues, para morir a manos de otro, siempre se es inocente.Dos son las figuras resueltas todavía a anticipar el poder mortífero del tiempo, a suplantar la vieja voluntad de Dios: los criminales y unos cuantos Estados. (Dejaremos aquí de lado al terrorista de nuestros días, que no hace sino participar de los dos códigos de conducta.) Cada uno a su modo, ambos pugnan por rebajar la condición humana al nivel de la bruta. Pero no es dificil determinar cuál de los dos, el crimen delictivo o el crimen legal, debe parecernos más aberrante. El criminal mata sin pretender justificación, se sabe punible y no cumple su designio en nombre de nadie más. Asesina a escondidas y, si es cogido, procurará negar su fechoría; cuando es forzado a reconocerla, la exculpara como un acto irracional producto de la pasión o del ofuscamiento. Sólo el Estado mantenedor de la pena de muerte se permite matar con derecho, de acuerdo con procedimientos judiciales y, por ello mismo, en total impunidad. Al aplicar la pena capital en representación de sus ciudadanos, arroja sobre todos el peso muerto de su víctima. Es verdad, que la mala conciencia le obliga desde hace años, por lo general, a ajusticiar a hurtadillas, en los patios; de la prisión o en su cámara más oculta. Pero no por ello duda en hacer pública su sentencia condenatoria y basarla en la ley, la revolución, la seguridad nacional o en cualquier otro presunto título exculpatorio. Y en el caso de que se prohíba a sí mismo matar, no pone mayores reparos en servirse de anónimos esbirros y adoptar así los modos del criminal...

Todos estamos en alguna medida a merced de un delincuente enfurecido; pero su amenaza es, al menos, espontánea e imprevisible. Lo que otorga particular ignominia al crimen administrativo es su carácter premeditado y solemne, su condición de piedra angular del ordenamiento sociopolítico. Será difícil hallar un psicólogo que certifique la existencia de criminales natos; cualquier manual de historia, en cambio, nos ilustrará de que el Estado parece nacido para matar. Y así la coincidencia en las recientes condenas a muerte dictadas por regímenes tan distintos y distantes revela, por debajo de todas sus aparentes diferencias, una afinidad esencial entre sus respectivos Estados. El poder político se muestra allí no sólo como poder supremo o soberano, sino como absoluto, ¡limitado: el poder dispensador de la vida y la muerte de los individuos a su cargo. Cuando el monopolio legítimo de la coacción física, que lo define, es llevado hasta el paroxismo de la violencia mortal, se trata de un poder no ya sobre súbditos, sino sobre esclavos. Porque si en último término, y aunque sea por vías legales y no arbitrarias, mi vida o mi muerte dependen del Estado, entonces vivo por gracia de este amo y señor.

Tal vez hayamos alcanzado una cierta liberación de nuestro amo social, pero a lo que se ve, no del político. Lo que causaría espanto conceder a la autoridad paternal -disponer omnímodamente de la vida física de sus hijos- se otorga con naturalidad a la autoridad estatal desde que los retoños alcanzan la mayoría de edad (y en EE UU, donde son unos padrazos, aun antes). Sabíamos que el Estado era, por su voluntad de adoctrinamiento permanente, señor de las almas de sus súbditos; de cuando en cuando conviene recordar que también lo es de sus cuerpos. Él solo decide quiénes, por haber atentado gravemente contra las reglas del juego civil, no sólo merecen ser apartados (por más o menos tiempo) de la comunidad de los socios, sino pura y simplemente de la sociedad de los vivos. Así que ya puede autocalificarse como Estado de derecho, revolucionario, providencial o socialista; mientras mantenga la pena de muerte en su código penal, será ante todo un Estado ejecutor.

Nada tiene de extraño, por tanto, que a semejante organismo sin entrañas le corresponda una mayoría de ciudadanos literalmente desalmados. Esas tres cuartas partes de estadounidenses -y esa mitad sobrada de españoles- partidarios piadosos de la última pena son a la vez resultado y coartada del salvajismo institucionalizado. Tan democrática porción hace flaquear las esperanzas en el género humano y no contribuye a entonar las bondades de la sabiduría (o voluntad o justicia) popular. A tantos agarrotados de espíritu, ¿qué razón podrá persuadirles de la monstruosidad que aplauden?

En todo caso, ha llegado el momento de desterrar para siempre como argumento probatorio contra la pena capital el manido de su ineficacia intimidatoria. Ante todo, porque ni sus defensores le dan crédito; si creyesen en su ejemplaridad, se apresurarían a introducir en todos los hogares los estertores del ajusticiado. Sea como fuere, tanta debilidad arrastra este pragmático alegato que se vuelve inmediatamente contra quienes lo esgrimen. De él se desprende que, en caso de producir efectos disuasorios, su utilidad social dotaría sólo por eso a la horca o al fusilamiento, al tajo o a la silla eléctrica, de una dignidad inatacable. Por lo demás, y contra lo que se dice, ese ritual macabro alcanza una suprema eficacia en otro orden: precisamente en mostrar la pretendida omnipotencia del Estado. Si no fuera porque el súbdito debe experimentar en cabeza ajena que su vida es un don del Estado, ¿por qué iba éste a pagar el sueldo del verdugo?

Pero, lo que es más grave, quienes prodigan este argumento desdeñan su mejor filo. Y es que este "matadero solemne" (así llamaba G. Tarde a la pena de muerte) contiene sin duda una ejemplaridad contraria a la que sus secuaces invocan. Pues mientras alguien (juez, policía, verdugo) esté autorizado a matar, entonces se puede matar. Basta que haya una clase de ejecución consentida para que los sin ley se sientan más impulsados a ejecutar. Si la autoridad imita en esto al delincuente, es seguro que incita al delincuente a imitar sin mayor remordimiento a la autoridad. Pues sólo cuando la pena capital quede para siempre proscrita de la jurisdicción estatal podrá el expediente de la muerte aparecer en verdad como aborrecible a los ojos de todos. En plena danza de la guillotina sabía Robespierre que, en tanto se mantuviera este horrendo privilegio del Es-

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Contra el Estado ejecutor

Viene de la página anteriortado, "el hombre ya no sería para el hombre un objeto sagrado. Se tenía una idea menos grande de su dignidad cuando la autoridad pública dispone de su vida...".

Prescindamos también ahora de los mucho más convincentes argumentos éticos y jurídicos, y vengamos a reflexiones tal vez más descuidadas por los abolicionistas: las de naturaleza política. La pena de muerte constituye sin duda un delito de lesa humanidad, pero su repulsa es, por lo pronto, una cuestión de civilidad. Examinemos, pues, algunos motivos por los que tal castigo convierte al Estado -sea autocrático o democrático- en mera fuerza animal desprovista de fundamento racional; tratemos de razones por las que ese suplicio legal priva de legitimidad al poder público. La primera sería que la pena de muerte es la autoconfesión más paladina del fracaso del Estado. A su lado, cualquiera otra de sus innegables conquistas (ahora en que conmemoramos la llegada del hombre a la Luna) aparece ridícula. No achacamos a la autoridad el no haber sabido organizar una convivencia civil libre de homicidios, objetivo sólo tal vez alcanzable en la comunión de los santos ciudadanos. Le reprochamos, eso sí, querer organizarla en última instancia gracias al homicidio penal como su mejor instrumento. Pero del mismo modo que la pervivencia de la guerra supone el reconocimiento del todavía-no de la comunidad internacional, la pervivencia de la pena de muerte equivale a constatar lo incumplido en la construcción del edificio estatal. Lo primero manifiesta la vigencia del estado de naturaleza entre los Estados; lo segundo, la continuación de ese estado natural en el interior de cada Estado.

¿Qué hace una comunidad política cuando para sancionar a sus ciudadanos más peligrosos deposita su última confianza en el patíbulo? Proclamar a las claras que el vergudo es su primer y más competente funcionario, su pilar más firme. Anunciar que el resto de sus servidores está de sobra, que los demás cuerpos del Estado (preventivos, judiciales, represivos, carcelarios) son comparativamente inútiles. En pocas palabras, pregonar que su administración por excelencia es la administración de la muerte, en tanto que ésta triunfa allí donde las demás fracasan. La pena de muerte delata al Estado como un descomunal despilfarro. Desde el pistoletazo o la cámara de gas, aquél aparece -escribió Camus- como "un desorden perezoso, que se limita a eliminar lo que no sabe corregir".

A escala natural humana el poder de matar es desde luego superior a todos los demás. Puesto al servicio del Estado, en cambio, apenas logra ocultar una impotencia básica: su ineptitud para asegurar la inmunidad de los más como no sea a costa de suprimir del todo a los menos. Recurrir a la violencia mortal -lo que está al alcance de cualquiera- resulta explicable en el individuo aislado, incapaz quizá por otros medios de neutralizar al que considere su enemigo. Nunca lo será en el caso del poder público. Quien encarna la fuerza de todos sus miembros en régimen de monopolio, no requiere llegar hasta esa ultima ratio (¡llamar así a lo que es el colmo de la sinrazón!) porque dispone de todas las penúltimas. La legítima defensa de la sociedad y del Estado debe -y hoy, sobre todo, puede- garantizarse sin acudir a este despropósito sangriento. Para venir a nuestros días, una ley que permite achicharrar a tarados mentales, por muy criminales que sean, convierte a los legisladores y jueces, además de en criminales, en tarados mentales y morales. Un Estado de derecho (?) que muestra tal temor hacia los deficientes y los quinceañeros es un Estado deficiente y caduco. Un Estado sedicente revolucionario, que se atribuye el poder de exterminar a los insurrectos o a los corruptos, desde luego no ha culminado su revolución: porque ha restaurado el instrumento más odioso del antiguo régimen. Estados así merecerían una resistencia legítima a su impotente dominio.

Pero la pena de muerte, se la mire como se la mire, parece además incompatible en principio con el fundamento y la función del Estado. Si, al decir de sus teóricos clásicos, el poder político se funda en el afán de sus subordinados en proteger sus vidas (siempre en peligro en su anterior estado natural), no se ve cómo sin contradicción pueda el soberano mandar ejecutar a sus súbditos. Ni siquiera Hobbes atribuía sin ambigüedad semejante poder a su Leviathan. En el pacto que le da origen, los individuos ceden todos sus derechos naturales, menos uno que se reservan: justamente el de defender su propia existencia e integridad físicas. ¿Y cómo podrían alienar la propiedad sobre su propio cuerpo quienes aspiran a ser ante todo sujetos perennes de esa propiedad? El Estado nace del deseo de inmortalidad de sus miembros. Con la implantación de la pena de muerte, más que de procurar la supervivencia de los asociados, se trata de rendir culto a la inmortalidad del Estado; cuando no, como es frecuente, a la de un régimen particular.

Todo depende de esto: donde hay ley, con ella, Estado, no impera la naturaleza. Contra lo que prima en el estado natural (y el social burgués, que tanto se le asemeja), en el estado político no hay lugar para el ínstinto. De ahí que el Estado sea por definición el espacio donde la muerte, como procedimiento para dirimir las querellas entre los hombres, queda excluida de raíz. Si aún la conserva entre su arsenal represivo, es que todavía se rige por residuos de la noley, de la ley salvaje; o sea, aún no existe Estado o existe sólo un Estado bárbaro. Por eso, a la hora de enviar el reo al matarife, el Estado reacciona contra una persona fisica como otra persona física, él, que es la primera persona moral. El crimen implica, ciertamente, que el asesino ha emprendido por su cuenta el regreso al estado natural o de guerra contra sus conciudadanos. Pero, para castigarlo, el poder público negaría su función si acompañara al criminal en este retorno. Como se cuida de reponer el estado civil, y no déprolongar o reproducir el de naturaleza, la acción judicial nunca puede ser la continuación de la acción guerrera, sino su desmentido. Hay múltiples causas personales para solicitar la muerte del malhechor, tantas como personas hayan sufrido el daño y clamen venganza. No hay, empero, causa impersonal o pública que justifique esa muerte. Que el todo político asuma esa indigna misión podrá evitar el desencadenamiento de las venganzas particulares, mas no por ello incurrirá menos en la venganza. Al contrario, será entonces cuando el magistrado se habrá convertido en el lobo más fiero para el hombre, aunque éste sea -un solo individuo. Porque antes perderá el Estado su legitimidad que el malhechor, por depravado que sea, su condición humana.

Preguntemos, en fin, a los sacerdotes de la ley democrática. En tanto subsista la posibilidad legal de ejecutar a un ciudadano de su propio país, ¿cómo hablar de Estado de derecho si está coronado (o sostenido) por tan flagrante desafuero? ¿En qué queda el pomposo sujeto de derechos cuando constitucionalmente se le arrebata el derecho fundante de todos los demás? La igualdad de los ciudadanos ante la ley, ¿qué otra cosa significaría sino su Igualdad ante la desposesión virtual de su propia existencia, su equiparacion como eventuales destinatarios de la pena de muerte? ¿Qué sentido guarda el imperio de la ley como sujeción a la forma legal cuando se acaba en tan brutal carencia de formas? Y las garantías procesales, ¿habrán de proteger mejor la pureza del proceso que la propia vida del procesado? Pero vengamos al Estado llamado de derecho que nos es más próximo. En nuestro propio país, la ley niega felizmente la pena capital a los civiles y la reimplanta entre los militares. Verdad es que éstos han jurado derramar por su patria "hasta la última gota de su sangre", pero la ocasión de recordarles su promesa será el campo de batalla y no ante el pelotón de fusilamiento. No debe, pues, pasar por honor lo que a todas luces constituye una afrenta. ¿Pues qué establece aquella norma discriminatoria sino que el militar no se ha hecho acreedor del rango universal de ciudadano?

A estas alturas de la historia, el Estado que aún se arroga el derecho a dispensar la muerte ha dictado ya contra sí mismo su propia sentencia de muerte.

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