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Adios, paraíso, adiós

El primado de la ciencia liberadora y la prosperidad como función de la técnica son afirmaciones que nos acompañan desde el Renacimiento, que el siglo XIX eleva a la condición de principios, que las vulgatas marxista y liberal incorporan a su credo y con las que capitalistas y socialistas nos prometen el paraíso -cada cual el suyo, claro-Más cerca de nosotros, y olvidado el incidente de Mayo del 68, la modernización, ese programa-coartada de todas las impotencias gobernantes de los años ochenta, hace del desarrollo científico-técnico la piedra angular del cumplimiento individual y colectivo, la única vía de salvación: extra scientialtechnica nulla salus.

Todos partidarios incondicionales de ese botón monocausal, pues basta con apretarlo para que el paraíso sea. Jean Jacques Servan-Schreiber, Alvin Toffler, Mashuda y sus congéneres, oráculos del futuro tecnológico sin mancha, llevan casi 50 años -no hay que olvidar que el primer V 2 es de 1942, y el primer ordenador, de 1943- asegurándonos que ciencia y técnica están dotadas de tal potencia benéfica que es suficiente que tomen posesión de una sociedad para que la misma emprenda el camino sin retorno del progreso continuo.

Pero el paraíso sigue lejos. Nuestra experiencia más inmediata es, por el contrario, que el fabuloso aumento del patrimonio de saberes científico-técnicos de que disponemos, con la inmensa capacidad transformadora que parecen poseer y la aparición de tantos nuevos procesos tecno-productivos (fotónica, ingeniería biológica, nuevos materiales, tecnología espacial, ingeniería productiva, etcétera), si bien están modificando) sustancialmente nuestra trama económica y social, arrojan, hoy por hoy, un balance negativo: más despilfarro, nuevas carencias, nuevos riesgos, mayores injusticias. ¿Cómo? ¿Por qué?

Para decirlo, en corto, por la falta de creatividad social, por la ausencia de autonomía y de protagonismo cultural que generan, o, en cualquier caso, que los acompaña. Pues la civilización de medios, consecuencia de la lógica dominante en el binomio, tecnocientífico, nos impone su racionalidad instrumental, aprovechando el vacío de fines -cancelación de la ética, atonía de la sociedad, dimisión de la política- que caracteriza nuestra contemporaneidad última.

Todo hace suponer que el desarrollo global de lo que llamamos nuevas tecnologías continúe en el futuro y, aún es posible, que haya alcanzado ya su dintel de irreversibilidad. De todas formas, lo que es seguro es que su crecimiento responde a consideraciones endotécnicas y económicas, enmarcadas exclusivamente en las exigencias, del proceso productivo.

En otras palabras, los avances en la miniaturización de los elementos (ya más de un millón de transistores en un solo chip) o en la reducción de los costes derivan de la sola lógica de la producción. Es más, la efectiva utilidad, individual o social, de un producto es irrelevante para su programación, siempre que el umbral coste/precio le garantice, dadas las condiciones del mercado y los comportamientos del consumo, determinados volúmenes de venta.

De igual manera, las decisiones en favor de una u otra tecnología (fibra óptica u ondas hertzianas) o entre las diversas modalidades de expansión dentro de una tecnología concreta (las posibilidades que ofrece la fibra óptica, o se consagran a la extensión de la teleinformática o a la mejora de las condiciones de transmisión de las redes existentes) no responden a opciones políticas y/o sociales, sino que son consecuencias de consideraciones técnicas o de prioridades económicas.

Y así, por ejemplo, el triunfo del totalismo numérico frente a las modalidades analógicas se debe únicamente a la necesidad de actuar con un solo esquema cuantitativo que haga posible todo tipo de procesos y de operaciones por procedimientos hipersimplificados y ultrarrápidos.

Los dispensadores de la receta modernizadora siguen sosteniendo, contra toda evidencia, que existe una eficaz adecuación entre necesidades sociales y progreso técnico. Pero esta pretendida armonía tiene tan poco fundamento como la consideración complementaria de que toda innovación tecnológica de alguna importancia es la respuesta a una expectativa incumplida de la sociedad.

Seamos serios. La lógica productiva que lleva a fabricar coches de más de 200 kilómetros/hora, destinados a circular en países de velocidad máxima limitada a 90 o a 130 kilómetros/hora, a acumular millones de bits en espacios cada vez más minúsculos o a generalizar la gadgetización del consumo tecnológico es obvio que nada tiene que ver con una explícita o informulada demanda social. El aumento de la oferta productiva y del volumen de ventas son su razón hegemónica.

Por otra parte, las esperanzas que muchos habíamos puesto en la potencialidad innovadora de las otras prácticas sociales que las nuevas tecnologías -sobre todo las de la información y la comunicación- parecían llevar consigo se han traducido en una reiteración de los hábitos de consumo más cautivo, en un reforzamiento de los comportamientos, estereotipados y pasivos, dominantes en nuestra sociedad.

Pensemos en el magnetoscopio y en la amplia gama de sus usos posibles, que debería permitirnos salir del enclaustramiento televisivo a que nos condenan las cadenas y programas a que tenemos acceso, convirtiéndonos en disfrutadores de imágenes a nuestra elección, en almacenadores y utilizadores de todo tipo de informaciones audiovisuales, en creadores (mediante una cámara de vídeo) y espectadores de nuestra propia vida...

Y, sin embargo, su utilización se ha reducido, en la casi totalidad de los casos, a grabar los programas más convencionales, difundidos por esas cadenas obligatorias. O el todavía más desconsolador destino del vídeo comunitario, heraldo del fin de la incomunicación y de la reconquista de la convivialidad, confiando, con abrumadora frecuencia, en la función de solitario vigilante de supermercados y de sucursales bancarias.

La exasperación de este desencanto desemboca en la satanización de la tecnociencia, que ha encontrado en la ecología radical su encarnación más militante.

Para ella, para la ecología radical, el complejo ciencia-técnica no es neutral, sino beligerante; su vocación de dominio de la naturaleza es absoluta; su capacidad para crear órdenes locales se paga al precio del desorden global; cuanto más avanza en la manipulación de la realidad más anticipa el fin de la especie, y su humanización es imposible porque sus medios son sus fines, y su universo, irremediablemente claustral, se autoclausura y agota en sí mismo. De aquí, nos dicen, que su repulsa haya de ser total, definitiva.

La vuelta a arcadias primarias, o cuando menos preindustriales, en las que la tecnología es todavía techné, es su propuesta de paraíso.

¿Qué hacer frente a esta doble mitificación, positiva y negativa, que convierte la realidad en una película de buenos y malos?

Por de pronto, volver a una lectura real de lo real, a su polimorfismo, sus enmarañamientos, su diversidad, sus meandros, su riqueza. Desde ella, las relaciones entre ciencia y sociedad no se nos aparecen como iluminadas avenidas de dirección única, sino como resultado de una pluralidad de acontecimientos/procesos, cuya interacción múltiple se inscribe en el paradigma cognitivo que hoy llamamos complejidad, antónimo del pensar disyuntivo y reductor, propio de los determinismos mecanicistas del siglo XIX.

La emergencia de la contradicción y de lo paradójico en el corazón de la teoría, que instalan y legitiman a la complejidad como su principio, corresponde a la explosión de los antagonismos en el corazón de lo real. Antagonismos que se producen y son, antes que nada, la coexistencia igualmente necesaria de lo uno y lo múltiple, lo normal y lo desviante, la información y el ruido, lo central y lo marginal, la autonomía y la dependencia, el caos y el orden.

Desde la perspectiva de la matriz multicausal de la complejidad, el desarrollo tecnocientífico no determina fatalmente, para bien o para mal, la vida de los hombres y el discurrir de las sociedades. Más bien por el contrario, las transformaciones que es susceptible de incoar introducen la incertidumbre en nuestro destino individual y común y nos empujan a la apropiación personalizada y socialmente útil de su proceso.

No se trata, en consecuencia, como postula la vulgata modernizadora, de plegarnos al cambio tecnológico y de adoptar sus pautas técnicas para seguir produciendo los mismos o similares productos, aunque con una mayor capacidad productiva. Se trata de utilizarlo para alumbrar nuevos usos, para crear nuevos productos, para generar nuevas prácticas; se trata de traducir la innovación técnica en innovación social.

Ciencia y técnica son, así, para nosotros, datos de un futuro abierto, elementos de una apuesta en manos de nuestro protagonismo creador. Sin paraíso, pero, tal vez, con gloria.

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