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Postales

Empiezan a llegar a nuestros buzones las primeras postales. Se intuyen de lejos, con ese brillo de colores rectangulares que salpican la tristeza gris de los anónimos bancarios. Queremos creer que alguien, en la otra parte del mundo, ha cruzado selvas y marjales con esa postal en la mano hasta encontrar un buzón colgado de una palmera, ha rozado el texto con sus labios y a partir de aquel momento el cartoncito de colores ha sido manoseado por todas las razas, ha obligado a zarpar a los barcos y a despegar aviones, todo para que aquel pequeño beso de papel pudiera ser degustado en la intimidad del ascensor de casa.Las postales siempre se leen en el ascensor. Si se vive en un piso alto, incluso se releen. En su brevedad permiten la ambigüedad de sus intenciones y, tras la primera alegría, el receptor empieza a sospechar que aquel recuerdo escrito no ha germinado en el cariño sincero, sino en la ostentación de la distancia, y que donde pone "Besos y hasta pronto" debe leerse en realidad: "Rabia, rabia, yo estoy aquí tan ricamente y tú no". En el fondo, las postales son el cheque al portador de una felicidad de plástico, el acta notarial que demuestra que el mundo también puede ser redondo para un auxiliar administrativo, tal vez un trámite aduanero en la frontera que separa la necesidad de afecto y la necesidad de prestigio.

Pero muy de cuando en cuando, entre tantos recuerdos de colorines, llega, pausada y madura, una carta manuscrita que exhala la nostalgia provisional de los hoteles. Ésa nunca se rasga en el ascensor. Se busca la mejor butaca y se lee con la devoción debida a las antigüedades del espíritu. En esas cartas de viaje no hay miradas compradas a docenas, sino imágenes mentales con las tintas corridas. En cada una de esas cartas hay algo de la duda del hombre ante lo nuevo, esa aventura arriesgada imposible de sembrar en el brillante erial de las postales.

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