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Los acosos del islam

La orden de ejecutar, con buena bolsa para el verdugo, al blasfemo Salman Rushdie, decretada por el desaparecido y energuménico Jomeini, un episodio más en su fanatizado autoritarismo, levantó en el menospreciado Occidente las conocidas reacciones. No he leído la obra sacrílega Versos satánicos y rematé con dudoso interés Hijos de la medianoche, novela farragosa, recomendada por los intendentes de la cultura. Rushdie, musulmán hindú en rebeldía y escritor vocacionalmente provocador, la concibió a modo de brulote lanzado contra la dinastía Gandhi y la India que aspira a configurar.Los objetivos de Rushdie se están cumpliendo más allá de sus previsiones. Jomeini desencadenó, lógicamente, los mecanismos publicitarios de la sociedad de consumo, con efectos benéficos en la Feria del Libro, pero determinando a la vez el ocultamiento del aterrado autor, el cual, paradójicamente, ha tenido que acogerse a la protección del Reino Unido, al que denostó y acusó de racismo en monótona cantinela.

Con el islam no se juega. ¡A la vista está! Nuestro siglo ha presenciado atónito el resurgimiento de su poderío. Las causas y razones del asombroso renacimiento del gigante aletargado son variadas y complejas: desde las sucesivas crisis del ensoberbecido Occidente hasta el mágico alumbramiento, casi un cuento de Sherezade, de las venas del oro negro, sin descartar los múltiples desaciertos en las políticas descolonizadoras.

El legendario y equívoco agente británico Lawrence de Arabia ya había apostado. por el reconocimiento de la acechante pujanza del islam, cuando no había comenzado aún a manar petróleo en los desiertos; pero los países neocolonialistas prosiguieron barajando los envejecidos naipes marcados por los chanchullos y regateos de la intriga y la diplomacia. Hasta que estallaron los mandobles y la explosión incendiaria, la estrategia occidental consistió en administrar las concesiones gota a gota y en reforzar la actividad de sus agentes.

Mientras, el islam hacía cabalgar de nuevo a Mahoma, incendiando con su galope los contagiosos potenciales del espíritu, a la vez que ensayaba la efectividad de las armas adquiridas con la recién estrenada riqueza. Los golpes se descargaron en todas partes, con insospechada contundencia. La audacia de los comandos israelíes era sustituida por la agresividad de los terroristas islámicos y el empuje de la intifada. La inseguridad alcanzaría cielos y mares. La mitificada piratería reapareció, poblando de alarmas los azules Mediterráneos, y la escuadra norteamericana que patrulla el mar de Ulises llevó sus acciones de represalia hasta bombardear la Trípoli de Gaddafi, refugio de los nuevos corsarios.

El ataque norteamericano es historia viva. Lo que, en cambio, se diría olvidado es su significativo antecedente, la primera intervención de la armada de Estados Unidos a miles de kilómetros de sus bases territoriales. Nada menos que en 1804, en el apogeo de las guerras napoleónicas, una escuadrilla estadounidense bloquea y bombardea el puerto de Trípoli. Fue la respuesta del pacifista Jefferson al bajá tripolitano para ver de liberar a sus buques comerciales de las agresiones, los tributos y rescates de los piratas berberiscos. El himno de los famosos infantes de marina canta la gloriosa aventura; las costas norteafricanas certificaban la naciente vocación imperial.

Pero los seguidores del profeta, que han trocado los alfanjes por metralletas y misiles, actualizando el legado de la guerra santa, materializan las excrecencias y los desvaríos del rearme espiritual. Las razones de la historia ponen alas a los ensueños. Con distintos métodos, ¿por qué no emprender el siempre añorado asalto a Occidente? ¡Revivir las memorables gestas que llevaron a las huestes de Mahoma a señorear hasta hoy el norte de África, a alcanzar Compostela y Poitiers, manteniéndose durante empeñosas centurias en nuestra Península, y tras someterlo a un desgaste de siglos, aniquilar al milagroso imperio bizantino!

Claro que en aquellos siglos, oscuros que siguieron a la caída de Roma y a las invasiones bárbaras no sólo galopaban bajo los estandartes con la media luna los jinetes victoriosos y ávidos. Con ellos llegaba también un distinto y fecundador sentido de la existencia, que ambicionaba llenar el vacío provocado por la volatilización del mundo romano.

Entre las intendencias de los combatientes del islam aleteaban no sólo los sueños del desierto, sino los soplos de las sabidurías orientales y los vestigios y palpitaciones de las adormecidas culturas clásicas. La historia aconteció así, con y sin aureolas legendarias y épicas mitificaciones. Cosa bien sabida por los españoles, descendientes o sucesores, con todas sus consecuencias, de los medievales dominadores de Celtiberia. No se trata de aflorar y revivir los fastos del califato ni de concluir ungiendo a Alfonso el Sabio como sutil rey de moros. ¡Que aquí todo puede ocurrir cuando se coge carrerilla!

Los españoles no necesitamos, como le aconteció a Roger Garaudy, que Mahoma nos derribe de la cabalgadura en un proceloso camino de la URSS; nosotros seguimos oyendo cantar a las fuentes de la Alhambra. Es difícil recorrer las tierras de Hispania sin tropezar, en ríos, montes y ciudades, con topónimos arábigos; los sufies, la enajenada poesía islamita, la tradición caballeresca, etcétera, laten no solamente en la tan invocada memoria histórica, sino en nuestra realidad cultural y anímica. Y si pudiéramos olvidarlo, ahí están para recordárnoslo los Ribera, Asín Palacios, García Gómez...

Pero Garaudy es un sociólogo con aspiraciones de profeta que, puesto a elegir, preferiría contemplar el vuelo triunfante de la media luna sobre Roma, Bruselas y Estrasburgo. No parece, sin embargo, que haya llegado la hora de que los tanques del islam se apresten para fantásticas correrías por los campos de Europa. Lo que no quiere decir que los dirigentes islámicos estén dispuestos a cejar en sus agresivos hostigamientos ni a experimentar la eficacia de sus renacidos ímpetus.

Daniel Pipes, con buen acopio informativo y la objetividad académica que avala la sociedad de consumo, analiza la situación con el rompecabezas islámico, sus peligros y ambiciones. Su libro no es tranquilizador, pero no toca a rebato. La conclusión del extenso volumen, 500 páginas de regular formato, se abandera con la significativa frase de Duran Jalíd: "Por muy grandioso que pueda parecer, el proceso de islamización descansa, en definitiva, en el petróleo; es decir, en la arena".

¿Una exhibición de deseos? Pero la realidad desborda la oportunidad de riqueza que le han regalado los desiertos. La auténtica fuerza del islam reside en su fe, en su iluminación espiritual y redentora.

Los seguidores de Mahoma creen, con matices diversos, que las crisis de Occidente, provocadas principalmente por el positivismo y el consumismo, el narcisismo y las corrupciones morales, son hechos irreversibles, y que sólo ellos son capaces en tal coyuntura de devolver a los hombres desesperanzados el sentido espiritual de la existencia.

Daniel Pipes, que es un dialéctico malicioso, abre su obra con una cita escalofriante que aspira a ser tranquilizadora: "La religión sin poder es sólo filosofía".

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