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México, entre dos luces

Hace ahora un año, el 6 de julio de 1988, se cerró una época en la historia de México. Las elecciones presidenciales no dieron la tradicional mayoría abrumadora a favor del candidato del PRI, sino que registraron el auge casi desde la nada de un enorme voto a favor de Cuauhtémoc Cárdenas y su Frente Democrático Nacional: 32% frente al 50% del candidato oficial, Carlos Salinas de Gortari. El tercer puesto, con un 17%, correspondió al Partido de Acción Nacional, la principal oposición al PRI hasta ese momento.El PAN representa intereses empresariales y de clase media de los Estados del norte de la República: una fuerza neoconservadora y populista con claras influencias norteamericanas en su modelo cultural. El FDN, en cambio, basó su ascenso en el recuerdo del mítico Lázaro Cárdenas, el presidente que en los años treinta nacionalizó el petróleo, dio un salto espectacular a la reforma agraria y quedó en la imaginería popular como el más claro representante del nacionalismo revolucionario. Esta imagen, encarnada en su hijo Cuauhtémoc, aglutinó el voto de clases medias urbanas (en muchos casos, funcionarios) y de los sectores Populares descontentos con la dura política de ajuste económico del sexenio anterior, cuyo ejecutor había sido precisamente el candidato del PRI, Carlos Salinas, secretario de Programación y Presupuesto en el Gobierno de De la Madrid.

El FDN no se conformó con unos resultados que le convertían en la primera fuerza de la oposición, sino que denunció las elecciones como fraudulentas, y al presidente electo, como ilegítimo. Esta postura le ha impedido capitalizar su fuerza real, perdiendo la iniciativa política hasta el presente. Cárdenas ha creado su propio partido (el Partido de la Revolución Democrática), con el apoyo del PAÍS, el antiguo partido comunista, pero hasta hoy no ha definido una estrategia creíble de modernización para México. Y lo que es más grave, el hincapié de los cardenistas en la herencia ideológica del nacionalismo revolucionario se presta poco a la elaboración de una política de crecimiento viable en el marco de una economía irreversiblemente integrada.

Salinas, en cambio, no ha perdido el tiempo. Su proyecto es triple. Por una parte, acabar con la vieja corrupción, la herencia envenenada del pacto corporativo sobre el que se ha basado durante 60 años el sistema político mexicano. Por otra, restablecer las condiciones para el crecimiento económico, superando las distorsiones y haciendo competitivas las empresas mexicanas en el mercado mundial: hoy ya no es posible crecer sólo para adentro. Y, por último, dar nueva credibilidad a los mecanismos democráticos para permitir que las diferentes opciones políticas dejen de enfrentarse en el confuso y cómodo terreno de la retórica y comiencen a enfrentarse, con programas concretos en la mano, en la arena electoral.

En el primer aspecto, el joven presidente ha puesto en marcha una política de golpes espectaculares, encarcelando a un paradigma de la corrupción sindical (el dirigente petrolero Joaquín Hernández Galicia, la Quina), desplazando a otro (Carlos Jonguitud, dirigente de los maestros), y procesando también a figuras representativas de la corrupción financiera (Eduardo Legorreta) o policial (José Antonio Zorrilla, presunto responsable del asesinato del periodista Manuel Buendía). La oposición le ha acusado de ajustar cuentas so pretexto de acabar con la corrupción. La Quina habría desafiado a Salinas apoyando y financiando a Cárdenas, por ejemplo, y ésta sería la verdadera razón contra él y su poder. Pero tales acusaciones no han restado apoyo popular a estas medidas, que han dado credibilidad al Gobierno en su proclamada intención de acabar con la corrupción y dar nueva transparencia a la vida política mexicana.

Salinas también ha ganado tiempo en el terreno económico: acaba de renovar por nueve meses un pacto de austeridad salarial, mientras negocia con fuerza nuevas condiciones nominales y de servicio para la deuda externa. Ahora la economía está estancada, y sólo aflojando el dogal de la deuda podrá volver a crecer. El temor a un estallido social como el de Caracas o Rosario por parte norteamericana es una baza a favor de Salinas, pero la negociación no es ni va a ser fácil, y sólo con una significativa recuperación del crecimiento podría avanzar el proceso de modernización social y política que el país requiere. México ha hecho ya un duro esfuerzo de racionalízación de su economía (con alto coste social), y en ese sentido es claro el significado de las recientes palabras de Felipe González: "México es el buque insignia de América Latina. Si México se hunde, no hay salida".

Las recientes elecciones en los Estados de Baja California y Michoacán han supuesto la superación de otro punto de estrangulamiento en el proyecto de Salinas. El reconocimiento de la victoria del PAN rompe con una tradición de 60 años de Gobiernos del partido oficial en todos los Estados y abre el camino a una reforma electoral pactada que podría dar garantías plenas al juego democrático. En este contexto, se puede decir que Salinas ha logrado situar el balón en campo contrario, superando las hipotecas del viejo aparato del PRI (los dinosaurios) y obligando ahora a la oposición, y especialmente al PRD, a elegir entre mantener una sistemática política de descalificación, fácil pero sin viabilidad a largo plazo, o bien comenzar a hacer política en serio.

Mientras la partida se decide, México está entre dos luces. La democracia y el crecimiento económico de un lado, la herencia del viejo monopartidismo de facto y el sueño del nacionalismo revolucionario de otro. Un futuro que no acaba de nacer y un pasado que se resiste a morir, pero al que con toda certeza sería inútil pretender aferrarse, como querrían los dinosaurios o, en otro sentido, algunos cardenistas. Desde España, además de defender la cooperación y un trato justo para México, dentro de la Comunidad Europea o en las instituciones financieras internacionales, sólo cabe desear que se gane el juego. Que lo ganen México y América Latina.

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