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La lucha por la integración del minusválido

Hay quienes piensan que la integración social de los minusválidos, que enfáticamente propugna el artículo 49 de la Constitución, es tan sólo una imagen simbólica, huera de contenido efectivo. Los loables principios que se recogen en el mismo cumplirían así una función tremendamente eficaz para tranquilizar las conciencias de quienes se sienten distintos -y lejanos- a aquéllos, pero carecerían de fuerza para modificar la marginación social que tradicionalmente, y en términos reales, han sufrido las personas discapacitadas.No es dificil comprobar, en efecto, que en el momento actual existen personas que, posiblemente de forma inconsciente, conciben la coexistencia social del mismo modo que la asfixiante utopía diseñada por Huxley: el mundo feliz sería, para estas mentalidades, aquel en el que los grupos o colectividades sociales formasen compartimentos estancos e impermeables, y cada persona tuviese asignada, con sus iguales, una predeterminada posición jurídica y social, que nunca podría confundirse con la ocupada por quienes estuvieran integrados en otros grupos. Los minusválidos ocuparían en este esquema uno de los más marginales estratos sociales, sin posibilidad alguna de redención.

Un escéptico social criticó hace ya años el falso igualitarismo, señalando, ásperamente, que la ley penal prohibía por igual al rico y al pobre robar para comer, pedir limosna o cobijarse del frío bajo los puentes. Hoy en día, muchas leyes y normas de todo tipo establecidas a favor de la integración social de los minusválidos pueden recibir una crítica semejante: todos los Estados desarrollados proclaman, en declaraciones de bella factura, que tanto los discapacitados como las personas situadas tras el umbral de la normalidad pueden crear y elegir libremente empleo, pueden disfrutar plenamente de los derechos a la salud, la educación y la cultura; pueden participar sin restricciones en la vida económica y social, y así, sucesivamente, un largo catálogo suplementario de potencialidades. Sin embargo, la realidad demuestra que los minusválidos se enfrentan a constantes problemas cuando pretenden intervenir, en condiciones de igualdad, en la actividad mercantil o profesional; cuando solicitan participar plenamente en el mercado de trabajo; cuando pretenden hacer deporte o divertirse; o, entre tantos ejemplos, cuando se proponen utilizar, cotidianamente, los medios públicos de transporte para desplazarse, como otros tantos ciudadanos.

Existen muchos ejemplos que permiten afirmar que la marginación social de los minusválidos, no obstante su prohibición terminante en el artículo 49 de la Constitución, renace constantemente, como el Ave Fénix, y cada vez con más sofisticadas vestiduras.

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Lamentablemente, este renacimiento de las tesis segregacionistas viene amparado en muchas ocasiones por los propios poderes públicos: del legislador a algunos registradores mercantiles, pasando por órganos judiciales de todas las jurisdicciones e instancias, se tiende a imponer, en lugar y por encima de esa legislación integradora y normalizadora, las propias concepciones personales sobre las necesidades de los minusválidos y las peculiaridades de su mundo.

Para evitar que los discapacitados sigan siendo considerados una clase especial de personas extraña a la sociedad normal, los esfuerzos nunca serán suficientes: el próximo día 29 de junio, por ejemplo, se presentará en Madrid, bajo los auspicios de la Fundación ONCE para la Cooperación e Integración Social de Personas con Minusvalías, una formidable compilación de legislación y programas de actuación relativos a los minusválidos, producidos en el marco de organizaciones internacionales, Consejo de Europa, Comunidad Europea y en cada uno de los Estados miembros, la legislación estatal española y la de las comunidades autónomas. La intención de la obra es situar a los poderes públicos que han dictado tales normas frente a este ordenamiento a fin de que constaten cómo en su práctica diaria han olvidado su contenido y virtualidad práctica.

En la introducción a este Código de las minusvalias, el profesor Muñoz Machado denuncia, sin embargo, que ni siquiera es suficiente con tener una legislación perfecta y exhibible. Parece como si ésta fuese una legislación destinada a no aplicarse nunca. Unas veces, como acabo de decir, porque se olvide de ella hasta el legislador que la dictó, y otras porque, diga lo que diga el legislador, como escribe el ilustre profesor citado, se impone sobre él y sus pretensiones una especie de fondo atávico que domina en general a la sociedad y en particular a algunos jueces. A nuestros efectos, tal actitud se resume en el mantenimiento de un segregacionismo a ultranza, como tributo a las convicciones personales sobre lo que conviene más a los minusválidos, convicciones que estos cuidadores espontáneos incluso imponen sin recato sobre los dictados de las leyes.

Esta reflexión es hoy particularmente pertinente ante la publicación de la sorprendente sentencia del Tribunal Constitucional de 29 de mayo de 1989. En ella se resolvió un recurso de amparo interpuesto por la ONCE frente a una sentencia de una Magistratura de Trabajo de Madrid. Esta organización

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había impuesto a un trabajador, tras seguir el procedimiento debido, una sanción de traslado forzoso por la comisión de una in_ fracción laboral. Impugnada la resolución por el trabajador, la magistratura constató la existencia de la infracción, entendió correcta la calificación de muy grave efectuada conforme al convenio y estimó que el trabajador era merecedor de la sanción impuesta. No obstante, rebajó notablemente la sanción "atendiendo sobre todo", dice la sentencia, "a razones de humanidad por la invidencia del sancionado".Agotada la vía judicial previa, la ONCE interpuso el recurso de amparo, entre cuyos motivos se destacaba que la decisión judicial se había basado en elementos fácticos (la invidencia del sancionado) no considerados en la legislación aplicables como causa de atenuación de la sanción: el magistrado no había tratado la infracción laboral cometida por un minusválido igual que cualquier otra cometida por otro empleado. Muy al contrario, esa resolución parecía basarse en la necesidad de construir unajusticia especial para ciegos.

Aunque parezca increíble, la sentencia de 29 de mayo de 1989 del Tribunal Constitucional ha entendido que es perfectamente posible en nuestro ordenamiento aplicar criterios metajurídicos, basados en la caridad o en la piedad, para resolver los debates jurídicos que afecten a los minusválidos.No poseo títulos suficientes para polemizar en términos jurídicos con el criterio mantenido por el Tribunal Constitucional, pero ahora que ha llegado a mis manos el primer ejemplar del Código de minusvalías, que se presentará públicamente el próximo día 29, me sorprende enormemente que ninguna de las normas, tratados y convenios que se recogen en sus más de 1.000 páginas haya sido considerada -ni siquiera citadaen esa resolución. Me resisto a aceptar que un Estado social de derecho impida que las relaciones laborales en las que intervengan los minusválidos se sometan al mismo régimen Jurídico que aquellas en las que participan personas no discapacitadas; y, desde luego, no concibo que los poderes públicos (fundamentalmente el poder judicial) avalen el hecho de que esa extensa normativa pueda ser ignorada y, aún más, sustituida por criterios y concepciones personales.

Habrá que seguir preguntando a los tribunales europeos si es posible aceptar esta situación.

Miguel Durán Campos es director general de la ONCE.

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