Moda, machismo, violencia
El tema saltó a la prensa no hace mucho y va rodando. El otro día -o atardecer-, en un parque de Nueva York, una ejecutiva joven que practicaba el tontísimo deporte del footing fue asaltada, golpeada y violada por una banda de adolescentes (el color debiera ser lo de menos) que habían salido horas antes de su barrio con el absurdo propósito de wilding, para lo que nosotros tenemos, de tiempo atrás -se empleaba con rudos campesinos o toscos soldados en asueto- una gráfica expresión: no tanto gamberrear (más suave) ni hacer el salvaje (más literal) sino hacer el bestia, idéntica en significado y tremendamente visual: la voz bestia lo cuenta todo.¿Es nuevo hacer el bestia? De seguro, no. El problema estaría -o está- en la moda. Que uno pueda decir de repente: como no tengo nada que hacer me voy por ahí con unos colegas a bestializar, a hacer el bestia. ¿Y hasta dónde se podría llegar caso de tan horrenda decisión? En España -y en buena parte de lo que llamamos Occidente se dan dos razones, aparentemente superficiales, pero con mucha y honda raíz, para hacer el bestia. Una, la tradicional educación machista, la chulería; y otra, una moda que, procedente en su última hornada de Estados Unidos, ha apostado por el barbarismo.
Desde hace algún tiempo se habla de mesnadas y tribus urbanas, se oye la expresión nuevos bárbaros, se sabe de los skin heads, cabezas rapadas y botazas militares, ¡y nos extrañamos que violen a una ejecutiva en Nueva York, con una paliza! Pero vamos a empezar por la educación machista: ¡Ser un hombre! No como manifestación de la inteligencia, la sensibilidad y la ética, sino como culminación del despotismo y la violencia. Ese hombrecito en que nos querían convertir a todos -y que debe de repicar aún en el sótano del más civilizado- debía perseguir a las chicas, someterlas, reírse de los afeminados, pegarles, y al orinar llegar con el chorro más lejos que ninguno. Era un hombrecito chulo, prepotente y mandón, cruel con los más débiles y querendón o enseñagarras con sus iguales: la ley de la selva. Llorar no era de hombres, pegarse era de hombres, y cuando un profesor, me acuerdo (de latín, para más señas, y en un colegio de refinados religiosos marianistas), se disponía a dar una buena tunda a un muchacho que no sabía las declinaciones, agarrándole con su férrea manaza, lo que decía era esto: ¡Venga usted aquí, que voy a hacerle un hombre! ¿Le estaba haciendo un hombre según los principios cristianos o practicaba el buen marianista, avant la lettre, el noble deporte de hacer el bestia? He hablado de un
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mundo burgués o altoburgués. ¿Qué no debiera ocurrir en un orbe donde la menesterosidad, la carencia y la vida difícil, dura, hacen más presente, cotidiana y hasta si se quiere necesaria, la violencia? Tras este ridículo -si no fuera trágico- machismo, vive el desplante del navajero, sí, pero también el matonismo del señorito. Pocas violencias tan infames (si no fuese toda violencia infame) como la de los niños bien que -en manada- pegan a un hortera de barrio y se ríen de las malas pintas de su amiga... El chulapismo macho es típicamente fascista, pues todos sabemos que fascistas y nazis adoran la prepotencia violenta, ya que se trata de que los fuertes dominen a los débiles. Es verdad que había profesores que decían que si ser hombre era ser macho nadie había más hombre que el toro del anuncio de Domecq por la carretera, con los buenos compañones colgando. Pero al dómine que se descolgaba del machismo reinante le motejaban de mariquita a la vuelta de la esquina. ¿Qué nos tienta en el chulismo machista? ¿Qué nos atrae -porque algo nos atrae- en la violencia?
Los años cincuenta vieron surgir en EE UU -y de allí se propagó a Europa- una moda juvenil (quizá por primera vez centrada en la juventud) que es taba a favor del informalismo del derrotismo y de la libertad individual. Podemos pensar en los beats, pero también en un arquetipo como James Dean en Rebelde sin causa. El rock and roll fue la inmediata consecuencia de todo ello. El joven vestido de cuarentón, circunspecto, lleno de tabúes y prohibiciones y anhelando, por tanto, el signo que le calificase de maduro dejó paso a un muchacho que pretendía alargar la adolescencia, vestido a su modo, contrario a sus progenitores y a su visión burguesa del mundo, y que rompía la norma precisamente con la violencia, o al menos inicialmente, con el trastorno. En lugar de beber en vaso bebían a morro de la propia botella. Se contorsionaban en lugar de comportarse, decían palabras gruesas para aterrar a las buenas gentes. Rompían las leyes de la velocidad con coches robados, aunque fuera al propio padre. Era una violencia limitada, más apariencial que real, pero tuvo un efecto contundente en el que aún vivimos: poner de moda, entre toda la juventud occidental -o en buena parte de ella- cierta idea de la juventud misma. Rebelde desclasada, sin vocación de futuro, antiburguesa, condenada de nacimiento a la derrota como si fuera de la juventud no existiese la vida. Conviene insistir, el rock lo acentuó todo, y acentuó también la violencia porque el rock -catártico- necesita un cierto grado de violencia sacra. Pero ¿es malo todo esto? Desde los años cincuenta la juventud ha sido un contundente factor progresista por su rotundo apoyo a las más avanzadas causas morales y políticas. La juventud hizo la gran revolución (quizá fallida) de los sesenta, que no ocurrió en París, sino de más acusado modo en California y acaso en Londres. Y la violencia de un concierto de rock (quiero decir, el cuerpo moviéndose a un ritmo de sexo y quimera) puede ser liberadora y saludable. El problema comienza cuando la juventud, sin perder sus apariencias inconformistas pierde sus ideales o, cuando no, sus sueños. El punk y sus sucesores no son desclasados que anhelan una revolución en la cultura y las costumbres, sino nihilistas que no creen en nada, que nada esperan, y que acuden a la violencia -a la más tosca violencia- como solución sin solución, como rabieta, como nada para nadie. No es casualidad que en muchos de estos movimientos (punkies, skin heads) haya hecho su aparición la simbología nazi. Hemos llegado a la violencia gratuita, al gusto por la destrucción, al placer del holocausto, a la desesperanza. Si a ello añadimos la turbación, el mono del yonqui o el barbarismo de los hinchas de fútbol, la situación claramente se complica. Es cierto que resulta excesivamente fácil la condena de estos grupos violentos, sin ley ni cultura, fascistoides de barrio, que predican la destrucción. Es menos fácil explicar cómo se ha llegado a un punto tal de desencanto y vacío. ¿Por qué una parte de la juventud que quiso cambiar sanamente el mundo sueña hoy con destruirlo? Quizá la visita a un barrio extrarradial, el mundo acre del suburbio de las grandes ciudades, lo explique. Quien ante sí sólo ve oscuridad y miseria vacía las grandes palabras de significado y se arroja a los mitos de la desesperanza. Y el gran mito de la desesperanza es la violencia gratuita, la violencia que salva. El gusto de hacer daño. Pero no olvidemos que si a la moda de esta violencia joven llegan muchos desde el vacío, desde la menesterosidad, otros burguesitos tontos y cansados llegan por la moda misma. Y ahí encuentran la ayuda de su vieja (y nunca periclitada) educación machista. El machista rockerizado y desesperado u obtuso da por resultado el bestia, el antiguo, rancio y sempiterno bestia, deseoso de obrar y manifestarse. La otra noche, un amigo y yo vimos, estupefactos, cómo dos o tres muchachos de aire moderno y no precisamente lumpen golpeaban y tiraban sistemáticamente las papeleras y cubos de basura de una céntrica calle madrileña. Dicen que está de moda quemar (todavía sin nadie) coches raros y motos elegantes. Y lo que me preocupa de esto es la confusión aparente, la falta de ideología: nazis modernos vestidos de navajeros a quienes los genuinos nazis colgarían. ¿Dónde estamos? ¿Qué puede significar la moda de hacer el bestia?
Que la juventud asuma la rebeldía y el antiaburguesamiento. Pero que se sepa que la violencia real -la no figurada o metafórica, la no rítmica- no es otra cosa que la resurrección de viejísimos y hórridos fantasmas: el machismo fascistoide, vestido para la ocasión de moda pobre y protesta asesina. De cabezas rapadas, o de forofos, hoolings y bárbaros. Tan dramático, me temo, como altamente significativo.
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