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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Emociones de censura

LA ABSTENCIÓN de Nicolás Piñeiro impidió que progresase la moción de censura presentada por el Partido Popular (PP) y el Centro Democrático y Social (CDS) en la asamblea de la Comunidad de Madrid. El voto de ese diputado, elegido en las listas de la antigua Alianza Popular, ha resultado, por tanto, decisivo. Como el propio Piñeiro dijo ayer, no hay tránsfugas buenos y tránsfugas malos, según a quien favorezca su cambio de cabalgadura. En todos los casos se trata de comportamientos que suponen un fraude a la voluntad popular. Todos son, pues, igualmente condenables, empezando por Piñeiro.Joaquín Leguina podrá continuar presidiendo la comunidad madrileña, pero al precio de haber quemado torpemente su capital de político inteligente. En su respuesta al candidato presentado por el centro-derecha, Leguina volvió a acreditar ayer que conserva esa cualidad, pero calló tenazmente cuando Alberto Ruiz Gallardón le preguntó por aquellas declaraciones suyas en las que afirmó haber mejorado las demás ofertas presentadas a Piñeiro para que votase en un determinado sentido. Lo de menos es si esa oferta se produjo a raíz del anuncio de la moción de censura o cuando se fundó ese invento familiar de Piñeiro llamado PRIM. El caso es que una parte de los votos de los electores que dieron su apoyo a la derecha ha servido para mantener en su cargo al candidato de la izquierda, y eso es inmoral. El simbólico voto nulo de los diputados de Izquierda Unida, deseosos de desmarcarse de un mercadeo innoble, está más que justificado.

Desde el punto de vista del centro-derecha, las mociones de Madrid estaban destinadas a actuar como catalizador del entusiasmo que, se suponía, iba a crear en el electorado de esa corriente la posibilidad de desalojar a los socialistas. Pero no fueron los socialistas quienes otorgaron a las elecciones europeas el papel de ensayo general para la plasmación de una "nueva mayoría" en el ámbito nacional. Por ello, no es posible hacerse los distraídos sobre el hecho político de que, habiendo estado las mociones en el centro de la campaña, los resultados del 15-J ofrecen un indicio, si no infalible, bastante significativo de la opinión de los madrileños sobre ellas. Y esa opinión no es favorable: frente al equilibrio de fuerzas de 1987, la izquierda aventaja ahora al centro-derecha en cinco puntos. Si las cosas se producen como están previstas, dentro de una semana será alcalde de Madrid un señor cuyo partido acaba de obtener el respaldo del 8% de los ciudadanos madrileños. La operación que tanta ilusión despertó en las filas fraguistas y suaristas ha resultado un fracaso, y es razonable el temor de los madrileños a ser ellos quienes paguen la factura.

Con todo, los resultados de las elecciones de 1987 daban al centro-derecha la posibilidad de conformar una mayoría alternativa. Por ello, la moción podrá juzgarse inoportuna, absurda, suicida para sus promotores, lo que se quiera. Pero es respetuosa con las reglas del juego democrático, cuya conservación es un valor en sí mismo. Hubiera sido lógico que Leguina intentase respuestas alternativas -las propuestas por IU, por ejemplo-, pero no a base de acuerdos con alguien elegido en las listas de AP. El bloqueo de la asamblea y el deterioro de la vida política madrileña son el resultado de haber cerrado los ojos a las consecuencias que inevitablemente traería ese comportamiento oportunista.

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