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Manila Fashion

Suelen colocarse en las mejores encrucijadas de la ciudad y llamarse con nombre evocadores del mundo: Nebraska, Santander, Manila, Viena. Fueron los primeros establecimientos que conjugaron el aluminio con la permisividad hacia los perros y cierto estrés de ciudad con la indiferencia de los camareros hacia los asuntos de queridas. La ciudad de finales de los cincuenta jugaba a ser un espacio simulado. Todo, desde los sillones de skay hasta las propias flores artificiales que adornaban los búcaros, pretendía ser rabiosamente falso. Bibelots de Lladró y conglomerados fimapán, televisores de la General Eléctrica y sillones de imitación bolidista creaban la ilusión de un paisaje plano, anónimo y sin tiempo. Las cafeterías propusieron un modelo diverso del de la taberna y sustituyeron los boquerones en vinagre por la tostada completa.¿Quién no se ha fijado en estos lugares en la mancha indeleble del carmín sobre la taza de café con leche? Se puede pensar que el ascensor de la cafetería como lugar específico de la escenografía urbana corre paralelo a la popularización de los cosméticos y a la invasión del prêt-à-porter. Es posible también colegir que un hábito tan reiterado como el de acicalarse en el espejo de mano provenga de la especial densidad de lo artificial que puebla estos lugares mecánicos. Que incluso cierta propensión a comer fuera de horas y a potenciar el sentido del desayuno y la merienda provenga de esa anorexia que suele sentir el hombre moderno ante la ambigüedad de los platos combinados. Pero la cafetería, por encima de todo, huele a mantequilla, y ese olor crea un ambiente dulzón y gelatinoso. El aceite dora las superficies y empapa los tejidos; la mantequilla hace deslizar los ingredientes y más que freír, cuece.

Frituras

El madrileño gusta de frituras, y ante los sillones giratorios y la melodía del hilo musical le viene que pensar en algo dulzón e indefinible. La cafetería con paredes color pastel, superficies metálicas y espejos indiscretos persigue la imagen y relativiza la personalidad de los alimentos.

Los primeros detractores de tales lugares centraban sus críticas en que todo lo que daban era de plástico. Uno podía acodarse en la barra de formica y mientras engullía su emparedado mixto veía girar una especie de pala dentro de un recipiente que contenía un líquido efervescente de color anaranjado. Una especie de luna-park atendido por camareros de camisa limpia y gestos meditabundos.

Las barras de los establecimientos conocidos por cafeterías suelen estar provistas de servilletas de papel, bandejitas con ketchup y mostaza y un recipiente con la sacarina. Predominan sobre todo los colores. Muchos de los clientes eligen consumición por la tonalidad, y no es extraño que después de un perrito caliente alguien pida una vaca verde -combinación de leche y pippermint-.

Merendar en la cafetería es para sus asiduos un rito singular. Los vestidos de las clientas suelen recrear combinaciones de bolsos, zapatos y vestidos. Bolsos en forma de hoja de parra o de cucurucho; zapatos de plata aparecidos a helados de nata y fresa y vestidos que van desde el estilo San Remo a los vagamente goyescos "merienda en las Vistillas". Los hombres suelen llevar corbatas estampadas y guayaberas de lino cuando hace buen tiempo.

Viudas lascivas

Las mejores cafeterías, las que se precian de tales, suelen tener dos plantas. La principal, normalmente provista de una pastelería, es de paso. La segunda, en el piso superior, acoge a personas sin obligaciones definidas: estudiantes, viudas lascivas, pensionistas o corredores de apuestas. En los reservados de las cafeterías no se juega, se consume poco y está todo el mundo en silencio y mirando. Los asiduos de los reservados suelen ser gente taciturna. Cuando en una estadística sobre expectativas electorales se da un porcentaje de los que no saben o no contestan, lo idóneo es pensar en ellos.

La gente de la cafetería da la sensación de estar en otra parte. Raramente retenemos sus rostros. Mientras que el café artístico o la taberna propician el bullicio y el tumulto, la gente de la cafetería da la sensación de pasarse la vida esperando poder hablar con alguien. La actitud de los habituales es la de cubrir un crucigrama y mirarse al espejo, límarse las uñas y quedarse un rato concentrados en el zumbido del aire acondicionado. Algunas tienen a gala permitir la compañía de los perros. La mayoría prohíbe la mendicidad y cantar en voz alta.

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