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Gafas rotas

Imaginamos al malo de la película ayer por la mañana, con la frente bruñida, el mentón de la ira lanzado hacia el espejo y ese puño travieso e indomable que nació pidiendo rostro de ministro y ha acabado en las bregadas mejillas de un banquero. Es fácil suponerle en el silencio de la cuenta atrás previa al encuentro, con todos los agravios apretujados en la entrepierna de la memoria, y masticando las letanías del odio junto a sus escuderos. De pronto, tras la puerta de un juzgado, aparece una silueta deslizante, tal vez un pacífico molino de viento al que la expropiación convirtió en ogro gigantesco. Ahí fue el puño, pues. Y el hidalgo furioso se disolvió entre sus propios insultos de taberna como una España que enmohece.Imaginamos también al otro, con esa sensación de desnudez ventral que proporciona el crujido de unas gafas al romperse. Había acudido a la justicia por un cachete intempestivo que le mandó un ugetista mercenario y ahora, con el alma de nuevo amoratada, debe estar reflexionando sobre la extraña jurisprudencia del bofetón recalcitrante. Hubo un tiempo en que creímos que Boyer era extranjero, el petimetre ilustrado que nunca se manchaba de fabada, el hombre que nunca gritaba demasiado y que pelaba las naranjas con cuchillo. Pero ahora sabemos ya que Boyer es un español de libro, un hombre apasionado y doliente, que se enamora ciegamente del más difícil todavía, que ve cómo la envidia nacional le llena la casa de retretes, y que ha convertido sus sonrosados carrillos en un campo de tiro más frecuentado que Anchuras.

En este personaje pacífico y sedante que es Boyer se intuye aquel antiguo fatum que dirigía la vida de los antiguos griegos. Iba para sabio y se enredó en la tragedia pequeñita que este país necesita para no olvidar de dónde venimos. Le ha tocado ser el tentetieso de los intolerantes y el juguete preferido de la locura pueril de los quijotes. No fue nada grave, pero algo más que unas gafas se rompió ayer por la mañana en los juzgados.

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