Matón de barrio
HOMBRE DE gran talento, a juicio de los que no tienen ninguno, experto en fugas y otras habilidades, RuizMateos se superó ayer a sí mismo en el único terreno en que se le creía imbatible: el de la farsa. Como si quisiera dar la razón a sus peores enemigos, quien tantas veces ha proclamado su deseo de ser juzgado -y que otras tantas ha hecho lo necesario para que el juicio se retrasase- escenificó ayer un nuevo sainete en el que, tratando de poner en solfa a la justicia, sólo a si mismo se ridiculizó. Pequeño matón de barrio, rey del cotarro formado por incondicionales a sueldo, confortado por halagadores interesados que le ríen las gracias y le asesoran legalmente, Ruiz-Mateos pasó ayer de las palabras a los hechos: ahuecó la voz, insultó como suelen hacerlo los que han perdido la razón o las razones, hinchó el pecho, soltó un par de manotazos, largó su conocida retahíla incongruente y desapareció -sin perder la cara a las cámaras- entre el asombro del respetable.La perfectamente evitable escena se produjo en el edificio de los juzgados de Madrid y cuando el agredido -Miguel Boyer, ex ministro de Economía y Hacienda, ciudadano con todos los derechos al que, pese a que nunca se le ha conocido una irregularidad con la justicia, se le ha sometido a un linchamiento moral desde el amarillismo más conspicuo de forma recurrente- acababa de cumplir con su deber de colaboración con esa misma justicia. El lugar y el momento escogido para ejecutar su embestida dejan bien a las claras el poco respeto que Ruiz-Mateos y sus acompañantes -algunos de ellos, abogados de una ralea sorprendente para que puedan ejercer su oficio sin que sus representantes corporativos y sus colegas enrojezcan de vergüenza- tienen por los tribunales, que tanto dicen desear, pero a los que rehúyen una y otra vez con la ayuda de triquiñuelas y subterfugios legalistas.
La decisión de la fiscalía de Madrid de querellarse contra Ruiz-Mateos es correcta, aunque la calificación del delito como atentado a ministro conduzca a la desproporción de una pena de 20 a 30 años de cárcel. Condenar a alguien a 30 años de cárcel por unas bofetadas -sea quien sea el agredido- es desmedido, y esa desmesura hace menos factible su cumplimiento o su misma imposición. Ruiz-Mateos, partidario político y personal de las soluciones fascistas, debería darse cuenta de una vez que la autoridad legítimamente constituida en democracia no está, ni mucho menos, desprotegida y a merced de sus patochadas psiquiátricas. La dialéctica de los puños es tan despreciable como quien la ejercita y la apoya.
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