El artista con mando
Algo está pasando en este país: las compañías nacionales de transportes publican colecciones de novela, Felipe González aparece en el programa Apostrophe para comentar sus últimas lecturas, Guerra presenta las obras completas de Antonio Machado y añade sus reflexiones particulares al exhaustivo trabajo del crítico, y ahora Joaquín Leguina, presidente de la Comunidad de Madrid, escribe una novela basada en la vida y obra del maldito francés Céline. Sin contar otras peripecias semejantes de menor relevancia social.La literatura se ha convertido en el destino de lo institucional, cosa que tiene más de una lectura. Antiguamente había una especie de vergüenza colectiva por la tosquedad de los gobernantes, lo poco artistas que eran. Uno siempre envidiaba el porte intelectual de las autoridades extranjeras, sus pajaritas, sus gafas de montura dorada, sus sienes espirituales aplastadas con los pulgares del pensamiento continuo. Comparados con ellos, aquí teníamos capataces a pie de obra que sufrían bruscos mareos ante la perspectiva de media docena de folios apilados en su escritorio. La apetencia de superioridad racial y de elegancia no se reflejaba en esa clase de próceres. Cosa que los de ahora han pretendido resolver rodeándose de gentes del saber y apareciendo ellos mismos como depositarios de parte de esa riqueza del espíritu.
Está bien que los políticos muestren su lado humano al mundo -ése es el primer efecto de la nueva actitud-, tocando los asuntos de la sensibilidad y mostrándose comprometidos con esos asuntos. Porque lo cierto es que aquí el arte anda todavía en las esferas de la ternura, de lo bueno y querible, junto a los cule brones, las novelas rosa, las zarzuelas, el llanto de los niños, e amor sin futuro y el rosario de la propia madre. Cuando el personal contempla a un poderoso que lee o escribe suele decirse para sí mismo: "no puede ser malo". Los asesores de imagen conocen esta verdad y supongo que la aplican o dejan aplicarla a sus jefes.
Por otro lado, este afán literario, que empieza a tener indicios de peste, puede entenderse también como un relajamiento del lado político o una distancia con los resultados efectivos de su trabajo. Lo hacen las compañías de transporte -de las que no se sabe si quieren ser juzgadas por la calidad de sus publicaciones o por la solvencia de los servicios- y lo hacen los sujetos a título particular. Por una delicada transposición de la realidad (producida en la cabeza del ciudadano que lo contempla), la misión de la política se integra en una esfera de verdades indemostrables, de principios estéticos y de subjetividad radical. Ésa es la esfera de lo literario. Y cuando se conflinde con la política, todos los beneficios son para la política (que importa toda clase de sentimientos más cercanos a la religión que a los usos del poder). Después del 14-D, del que todavía no sabemos en qué concluyó, y del colapso permanente que se ha instalado en esta capital, algunos políticos se han pronosticado una imagen de artistas, de gente fuera del mundo, intachable e intocable.
Pero lo están haciendo con tal furia, con tal falta de pasado y de argumentos verosímiles, que se interpreta como una aspiración más de nuevo rico. Igual que frecuentar un coto de caza, entrar en el club de los doscientos o veranear en un palacete del Adriático. Una distinción más a la que tienen derecho por el puesto que ocupan en la vida. No quieren la gloria contingente de la política, sino la gloria absoluta del Arte. No porque sean artistas, sino porque mandan.
Joaquín Leguina puede escribir las novelas que quiera. Tiene todo el derecho que le concede el derecho a crear libremente. Lo que tampoco cabe discutir es lo feo que resulta -he dicho feo, no inmoral- que en medio -de una comunidad cada vez más atascada y más pobre, más abandonada en lo fundamental, él se destape con una novelita sobre un maldito y aproveche la rampa de lanzamiento de su posición para declararse novelista. Los próceres de por aquí deberían andar por las calles en uniforme de campaña y visitando, igual que Churchill después de un bombardeo, los desastres que acompañan a su gestión. Siempre hay un momento para quedarse callado, y éste no es el peor de ellos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.