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Karl Popper, al día

Mario Vargas Llosa

Para Karl Popper, la verdad no se descubre, se inventa. Ella es, por tanto, siempre, verdad provisional, que dura mientras no es refutada. La verdad está en la mente humana, en la imaginación y en la racionalidad, no escondida como un tesoro en las profundidades de la materia o el abismo estelar, aguardando al explorador zahorí que la desentierre o detecte y exhiba al mundo como una diosa imperecedera. La verdad popperiana es frágil, continuamente bajo el fuego graneado de las pruebas y experimentos que la sopesan, intentan socavarla -falsearla, según su vocabulario- y sustituirla por otra, algo que ha ocurrido y seguirá ocurriendo inevitablemente en la mayoría de los casos, en el curso de ese vasto peregrinar del hombre por el tiempo que llamamos progreso, la civilización.La verdad es, al principio, una hipótesis o una teoría que pretende resolver un problema. Salida de las retortas de un laboratorio, de las lucubraciones de un reformador social o de complicados cálculos matemáticos, ella es propuesta al mundo como conocimiento objetivo de determinada provincia o función de la realidad. La hipótesis o teoría es -debe ser- sometida a la prueba del juicio y el error, a su verificación y negación por quienes ella es incapaz de persuadir. Éste es un proceso instantáneo o larguísimo, en el curso del cual aquella teoría vive -siempre, en la capilla de los condenados, como esos reyezuelos primitivos que subieron al trono matando y saldrán de él matados- y opera, genera consecuencias, influye en la vida, provocando cambios, sea en la terapia médica, la industria bélica, la organización social, las conductas sexuales o la moda vestuaria. Hasta que, de pronto, otra teoría irrumpe, falseándola, y desmorona lo que parecía su firme consistencia como un ventarrón a un castillo de naipes. La nueva verdad entra entonces al campo de batalla, a lidiar contra las pruebas y desafíos a que la mente y la ciencia quieran someterla, es decir, a vivir esa agitada, peligrosa existencia que tienen la verdad, el conocimiento, en la filosofía popperiana.

Cierto, nadie ha refutado todavía con éxito que la tierra es redonda. Pero Popper nos aconseja que, contra todas las evidencias objetivas, nos acostumbremos a pensar que la tierra, en verdad, sólo está redonda, porque de algún modo, alguna vez, el avance de la racionalidad y de la ciencia podría también desplomar ésta, como lo ha hecho ya con tantas verdades que parecían inconmovibles.

Sin embargo, el pensamiento de Popper no es relativista ni propone el subjetivismo generalizado de los escépticos. La verdad tiene un pie asentado en la realidad objetiva, a la que Popper reconoce una existencia independiente de la de la mente humana, y este pie es -según una definición de A. Tarski, que él hace suya- la coincidencia de la teoría con los hechos.

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Que la verdad tenga, o pueda tener, una existencia relativa no significa que la verdad sea relativa. Mientras dura, mientras otra no la falsea, es todopoderosa. La verdad es precaria porque la ciencia es falible, ya que los humanos lo somos. La posibilidad de error está siempre allí, aun detrás de lo que nos parecen los conocimientos más sólidos. Pero esta conciencia de lo falible no significa que la verdad sea inalcanzable. Significa que para llegar a la verdad debemos ser incansables en su verificación, en los experimentos que la ponen a prueba, y prudentes cuando hayamos llegado a certidumbres, dispuestos a revisiones y enmiendas, flexibles ante quienes impugnan las verdades establecidas.

Que la verdad existe está demostrado por el progreso que ha hecho la humanidad en tantos campos: científicos y técnicos, y también sociales y políticos. Errando, aprendiendo de sus errores, el hombre ha ido conociendo cada vez más a la naturaleza y a sí mismo. Éste es un proceso sin término, del que, por lo demás, no están excluidos ni el retroceso ni el zigzag. Hipótesis y teorías, aunque falsas, pueden contener dosis de información que acercan al conocimiento de la verdad. ¿No ha progresado ésta así, en la medicina, en la astronomía., en la física? Algo semejante puede decirse de la organización social. A través de errores que supo rectificar, la cultura democrática ha ido asegurando a los hombres, en las sociedades abiertas, mejores condiciones materiales y culturales y mayores oportunidades para decidir su destino. (Ése es el peacemeal approach que postula Popper: expresión que equivale a opción gradual o reformista, antagónica a la de revolución o tabula rasa de lo existente.)

Aunque, para Popper, la verdad sea siempre sospechosa, como en el maravilloso título de una comedia de Juan Ruiz de Alarcón, durante su reinado la vida se organiza en función de ella, dócilmente, experimentando a causa suya menudas o trascendentales modificaciones. Lo importante para que el progreso sea posible, para que el conocimiento del mundo y de la vida se enriquezcan en vez de empobrecerse, es que las verdades reinantes estén siempre sujetas a críticas, expuestas a pruebas, verificaciones y retos que las confirmen o reemplacen por otras, más próximas a esa verdad definitiva y total (inalcanzable y seguramente inexistente) cuyo señuelo alienta la curiosidad, el apetido del saber humano, desde que la razón

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Karl Popper, al día

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desplazó a la superstición como fuente de conocimiento.

Popper hace, pues, de la crítica -es decir, del ejercicio de la libertad- el fundamento del progreso. Sin crítica, sin posibilidad de falsear todas las certidumbres, no hay adelanto posible en el dominio de la ciencia ni perfeccionamiento de la vida social. Si la verdad, si todas las verdades no están sujetas al examen del juicio y el error, si no existe una libertad que permita a los hombres cuestionar y compulsar la validez de todas las teorías que pretenden dar respuesta a los problemas que enfrentan, la mecánica del conocimiento se ve trabada y éste puede ser pervertido. Entonces, en lugar de verdades racionales, se entronizan mitos, actos de fe, magia. El reino de lo irracional -del dogma y el tabú- recobra sus fueros, como antaño, cuando el hombre no era todavía un individuo racional y libre, sino ente gregario y esclavo, apenas una parte de la tribu. Este proceso puede adoptar apariencias religiosas, como en las sociedades funda mentalistas islámicas -Irán, sobre todo- en las que nadie puede impugnar o contradecir las verdades sagradas o una apariencia laica, como en las sociedades totalitarias (pre-pe- restroika, por lo menos), en las que la verdad oficial es protegida contra el libre examen en nombre de la doctrina científica del marxismo-leninismo. En ambos casos, sin embargo, como en los del nazismo y el fascismo, se trata de una voluntaria o forzada abdicación de ese derecho a la crítica -al ejercicio de la libertad- sin el cual la racionalidad se deteriora, la cultura se empobrece, la ciencia se vuelve mistificación y hechizo y bajo la chaqueta y la corbata del civilizado renacen el taparrabos y las incisiones mágicas del bárbaro. No hay otra manera de progresar que tropezándose, cayéndose y levantándose una y otra vez. El error estará siempre allí, porque el acierto se halla, en cierto modo, confundido con él. En el gran desafilo que es el de separar a la verdad de la mentira -operación perfectamente posible y acaso la más humana de todas las que constituyen la especificidad del hombre- es imprescindible tener presente que en esta tarea no hay nunca logros definitivos que no puedan ser impugnados más tarde o conocimientos que no deban ser revisados. En el gran bosque de desaciertos y de engaños, de insuficiencias y espejismos por los que discurre el hombre, la única posibilidad de que la verdad se vaya desbrozando un camino es el ejercicio de la crítica racional y sistemática a todo lo que es -o simula ser- conocimiento. Sin esa expresión privilegiada de la libertad, el derecho de crítica, el hombre se condena a la opresión y a la brutalidad y también al oscurantismo.

Probablemente, ningún pensador ha hecho de la libertad una condición tan imprescindible para el hombre como Popper. Para él, la libertad no sólo garantiza formas civilizadas de existencia y estimula la creatividad cultural; ella es algo mucho más definitorio y radical: el requisito básico del saber, el ejercicio que permite al hombre aprender de sus propios errores y por tanto superarlos, el mecanismo sin el cual viviríamos aún en la ignorancia y la confusión irracional de los ancestros, los comedores de carne humana y adoradores de tótems.

La teoría de Popper sobre el conocimiento es la mejor justificación filosófica del valor ético que caracteriza, más que ningún otro, a la cultura democrática: la tolerancia. Si no hay verdades absolutas y eternas, si la única manera de progresar en el campo del saber es equivocándose y rectificando, todos debemos reconocer que nuestras verdades pudieran no serlo y que lo que nos parecen errores de nuestros adversarios pudieran ser verdades.

Reconocer ese margen de, error en nosotros y de acierto en los demás es creer que discutiendo, dialogando -coexistiendo-, hay más posibilidades de identificar el error y la verdad que mediante la imposición de un pensamiento oficial y único, al que todos deben suscribir so pena de castigo o descrédito.

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